Salíamos a la una y media de la mañana de la estación de autobuses, pero preferimos irnos antes de cervezas y así no molestar a nadie mientras hacíamos tiempo. Entramos en el bar "Malafollá" y nos tomamos unos vinos tintos del mismo nombre y unas tapas muy ricas. Casi cuarenta y cinco minutos antes, nos dirigimos a la estación y nos sentamos a observar lo que se mueve en un sitio de estos a esas horas; es otro mundo.
Como Encarnuchi, Fernando, y Fabi (a ratos) se quedaron dormidos, no se enteraron apenas de las cinco horas de autobús. Pero alguien tenía que ir despierto por si se despistaba el conductor, así que me tiré todo el tiempo despierto contando estrellas.
A las seis y media ya estábamos en la Estación Sur de Madrid y, como llevábamos el tiempo justo, nos dirigimos al tren de cercanías para llegar a Chamartín . Es más cómodo y más rápido que el metro, además de salir gratis si vas a tomar un tren de media o larga distancia. Desayunamos allí, y a las ocho menos cuarto nos subimos en el Alvia destino Hendaya.
Es un placer viajar en tren, después de las incomodidades del autobús. Aún quedaban cinco horas y media de viaje, pero estas, entre el paisaje, el casque, y los paseos por los vagones se hacen mucho más llevaderas. Les di una guía impresa de San Sebastián para preguntársela más tarde, y no les quedó más remedio que leérsela. Las últimas dos horas íbamos por tierras vascas, y pasaron volando porque de verdad que parece que has cambiado de país. Verde, montañas, ríos, pueblecitos y caseríos dispersos eran nuestros compañeros de viaje.
Llegamos puntuales a la estación de Atocha o del Norte, y nada más bajarnos me di cuenta que algo fallaba. Me habían cambiado el río Urumea de orilla. Hay dos estaciones en Donostia, y todas las indicaciones para llegar al hotel las traía desde la de Amara. Así que tocó preguntar para dar con él. Como estaba en una de las calles más céntricas de la ciudad; calle Urbieta, no fue difícil encontrarlo, además de estar al lado.
Nos alojamos en la Pensión Urkía, que tiene una valoración de 9,2 y está muy limpia, muy céntrica y un personal la mar de amable. Dejamos el equipaje e hicimos caso a las recomendaciones de la dueña para almorzar en un restaurante cercano (Anastasio). Había que reservar, pero dijimos que íbamos de parte de la dueña de la pensión, y como acababa de levantarse una mesa, nos la prepararon, advirtiéndonos que era necesaria la reserva si queríamos comer allí otro día. La comida estuvo espectacular y empezamos a comprobar que la cocina vasca está en otro nivel. Pedimos platos distintos para probar de todo y salimos muy satisfechos.
Había que aprovechar bien la tarde y las horas de luz, así que nada más terminar de comer (allí no se dice almorzar) nos dirigimos al famoso Paseo de la Concha. El tiempo era muy agradable y había mucha gente disfrutando de la playa. Unos paseando, otros con perros y algún valiente bañándose. Nosotros íbamos deleitándonos por el paseo, con el Balneario de La Perla, la famosa barandilla, las farolas, el gentío y el mar Cantábrico de fondo con la Isla de Santa Clara en medio.
Por el túnel, pasamos hasta la Playa de Ondarreta y tomamos el camino que sube hasta el Palacio de Miramar ( residencia mandada construir en estilo inglés por la reina regente María Cristina) para disfrutar de una de las vistas más bonitas de San Sebastián. Nos tomamos un merecido descanso en uno de sus bancos e hicimos un montón de fotos.
Seguimos el recorrido porque queríamos llegar al Peine del Viento (Chillida), que es el punto más alejado y donde termina la playa. El día estaba tranquilo, así que no pudimos disfrutar en todo su esplendor de estas esculturas de acero fundidas con las rocas, que al chocar las olas contra ellas y con el viento parecen como si las peinara. Son tres, y representan el presente, el pasado y el futuro. Una foto cuando sale el agua por los orificios del suelo a modo de géiser es casi obligatoria.
La tarde empezaba a caer y aún nos quedaba por subir al Monte Igueldo en el funicular. Nos dirigimos hasta la plaza y lo tomamos. Parece que hubiéramos retrocedido cien años, pero sigue funcionando bien. Encarnuchi se acojonó un poco pero, entre risas, se le pasó el miedo. Desde la cima se puede disfrutar de algunas de las mejores vistas panorámicas de la ciudad
Hay un parque de atracciones antiquísimo en el monte, y junto a él una torre, llamada el Torreón, que sirvió como faro hasta finales del siglo XIX.
Paseamos un rato por el parque e hicimos como los cientos de personas que había allí; disfrutar de las vistas y hacer miles de fotos. De nuevo tomamos el funicular para bajar, y recorriendo de nuevo el paseo la Playa de Ondarreta y de la Concha, nos fuimos a la pensión a deshacer las maletas.
Llevábamos rato escuchando música, y cuando nos acercamos a la calle Urbieta nos sorprendió el Carnaval. Es un espectáculo de color, baile y sonido. Pasaba justo el pasacalles por debajo de nuestros balcones, así que nos acomodamos en los palcos, como si de una obra de teatro se tratara, y estuvimos casi una hora disfrutándolo. No terminaba nunca. Cada carroza llevaba su propia música e iban disfrazados de un tema, bailando con unas coreografías muy ensayadas.
Ya iba acercándose la hora de la cena y, como hace todo el mundo allí, lo haríamos de pinchos (pintxos). Yo llevaba preparada una guía de los mejores bares y la especialidad de cada uno. Coincidía con la que nos dieron en la pensión, elaborada por el hijo de la dueña. Así que nos dirigimos a la parte vieja de la ciudad, que apenas estaba a cinco minutos, a buscarlos. Tengo que decir que salir de pinchos no es barato. La media oscila entre los cuatro euros y medio y cinco cada consumición de bebida con su respectivo pincho. Pero para una vez que va uno a Donostia no se va a privar de esto.
El Barrio Viejo es un conglomerado de calles solo dedicadas a la gastronomía. Tiene el porcentaje más alto del mundo de bares por metro cuadrado, y es un placer para los sentidos entrar en ellos. La gente ya se encontraba apiñada en las barras y mesitas que había en estos reducidos espacios. Se toman una bebida con su pincho y cambian a otro establecimiento. A modo de cuadrilla, empezamos por la calle Fermín Calbetón y nos topamos con el Txepetxa. Te daban un plato y escogías de la barra las tapas que tú quisieras; se te iban los ojos y se te hacía la boca agua de la buena presencia que tenían. Cogimos varias, entre ellas la especialidad de la casa: anchoa a la centolla, y estaban para chuparse los dedos. Pedimos cuatro cervezas y nos dieron cuatro pintas; tuve que ayudar a estos a terminarlas. Primera lección: si no eres mucho de beber cerveza, pídete un zurito (parecido a la caña de aquí). En la lista tenía otros bares en la misma calle, pero algunos estaban a rebosar y seguimos caminando entre la multitud, las charangas y murgas de carnaval. A continuación entramos en el bar Sport, cuya tapa estrella, y para mi gusto la mejor que hemos probado, era el foie fresco a la plancha. Ya para terminar encontramos otro de la lista: Gizargi y nos tomamos unos txacolís con la especialidad de la casa; brocheta de gambas. Camino de la pensión nos tomamos el último vino en el bar que nos había recomendado la dueña: El Rojo y Negro, y para la cama, que el día había sido agotador.
Domingo, 26 de febrero
Después de un merecido descanso y con las pilas cargadas de energía, antes de las nueve ya estábamos preparados para otro día completísimo. Desayunamos en una panadería- pastelería cerca del alojamiento. Son curiosos estos establecimientos porque tienen cafetera y te puedes pedir lo que quieras de las vitrinas y llevártelo a la mesa. Había mucha variedad de dulces, pero nos pedimos unas tostadas de pan casero. Fernando y Encarnuchi con mantequilla y mermelada; y nosotros, con aceite y tomate, con sus respectivos cafés. ¡Riquísimo el pan!
Hoy teníamos una visita guiada por la ciudad, pero aún quedaba un rato. Y como estábamos al lado de la catedral Del Buen Pastor y se encontraba abierta, fuimos a visitarla. Se trata de un edificio relativamente moderno, ya que data del año 1889, pero al estar hecha en estilo neogótico, recuerda a las catedrales de Francia.
Desde que a finales del siglo XIX, la Reina Isabel II, por indicaciones médicas, pasara los veranos en San Sebastián, toda la aristocracia europea y española se trasladó aquí, y con ellos los gustos de la Belle Époque. Hay momentos en los que piensas que estás paseando por París.
Después de la catedral nos fuimos hasta el Ayuntamiento, que fue el Gran Casino hasta que en 1924 fue prohibido el juego, era donde se entretenían los políticos, escritores y artistas de principios del siglo XX. Por aquí pasaron personajes como Mata Hari, León Troski y toda la aristocracia del momento. A partir de 1947 se convirtió en la Casa Consistorial de la ciudad. Es un edificio bellísmo, que junto con los jardines Alderdi-Eder, el tiovivo, la concha a un lado y el monte Urgull de fondo, hace que sea uno de los lugares más fotografiados de Donosti.
Ya eran casi las diez y media, así que nos dirigimos a la Plaza Sarriegi, ya que desde allí partía la visita guiada de la ciudad. Fuimos los primeros (¡con dos cojones!) y allí se encontraba ya la guía esperando. Dimos nuestros datos y nos dijo que esperáramos unos minutos mientras llegaba el resto del grupo. En total seríamos unos veinte. Ana, nuestra guía, estaba bastante nerviosa porque solo llevaba una semana trabajando, y mientras hablaba movía todo su cuerpo y no paraba de decir: "Bueno". Fernando la tranquilizó diciéndole que lo hacía de maravilla y que era la que más sabía de todos los que estábamos allí. Creo que le sirvieron bastante estas palabras de apoyo porque dejó los nervios y se soltó del todo. Empezamos la visita por el Mercado de La Bretxa y el de la Pescadería, que aunque son edificios bonitos, al ser utilizado como centro comercial, a los parroquianos no les gusta mucho y se quiere transformar en otro espacio más del agrado de la gente, ya que el mercado de abastos de encuentra en la parte subterránea. Por este lugar, los franceses consiguieron abrir una brecha en la muralla de la ciudad y pudieron tomarla, de ahí su nombre.
Nos explicó que Raimundo Sarriegi fue un músico que compuso la marcha de San Sebastián. Nos la leyó en euskera y la tradujo, y contó que es con la que empieza y termina la famosa Tamborrada. Yo quería pedirle que nos la cantara, pero la podía poner en un compromiso con lo nerviosa que estaba.
Para no perderme detalle de las explicaciones, y porque no escucho muy bien, me pequé a la guía como una lapa. Entramos en la Plaza de la Constitución, la Konsti como dicen ellos, y nos estuvo contando que allí era donde se celebraran las corridas de toros y era la sede de ayuntamiento. Los balcones están numerados y hay algo mágico en su disposición (tanto en vertical como en diagonal, si se le resta al número de abajo el de arriba, como resultado te da el del centro). Desde aquí es de donde parte la Tamborrada y donde termina. Nos hablo de las fiestas de la ciudad, y no tuve más remedio que decirle que luego la fama solo la tenemos los andaluces; ¡cómo les gusta una fiesta y cuántas tienen!
Ya de lleno en la parte vieja de la ciudad nos estuvo contando parte de la historia de San Sebastián; la invasión de las tropas napoleónicas, y de cómo el ejército anglo-portugués los derrotaron y saquearon y quemaron toda esta parte, quedando solo en pie la calle 31 de Agosto. Hoy todas estas calles son las que se dedican a la restauración. Nos explicó cómo distinguir las sociedades gastronómicas por los mástiles en las fachadas, lo que allí se hace y cómo van de pintxos los donostiarras. Tenía prohibido hablar de sus bares preferidos, y por mucho que se lo preguntamos, no soltó prenda.
Visitamos las dos iglesias; la de los pobres; San Vicente (por dentro y por fuera) y la de los ricos; La Basílica de Santa María del Coro (en esta no pudimos entrar porque había que pagar), que se encuentra en la calle Mayor, y que en línea recta y a un kilómetro justo está la catedral.
Por la calle 31 de Agosto llegamos al puerto marítimo, pequeño y muy coqueto, dedicado a embarcaciones pequeñas de recreo y barquitas de chipirones, que según nos dijo es la afición de las personas cuando se jubilan.
Nos deleitamos con las vistas de la Playa de la Concha y su historia, las del Monte Urgull, la de Isla de Santa Clara, el Monte Igueldo y el Ayuntamiento.
Ahora tocaba pasear por la parte romántica de la ciudad, empezando por la Plaza de Guipúzcoa. Es un espacio verde lleno de encanto y romanticismo, como un pequeño bosque inglés situado en el centro de la ciudad. Con un pequeño lago, un reloj de sol floral y una caseta meteorológica. En esta plaza se encuentra el edificio de la Diputación, de finales del XIX, en cuya fachada destacan los bustos de guipuzcoanos de renombre (Juan Sebastián Elcano, entre otros) y el escudo de la ciudad.
Tomamos dirección al río Urumea para contemplar y escuchar historias sobre el Teatro Victoria Eugenia (sede hasta hace poco del Festival de Cine de San Sebastián) y del Hotel María Cristina (hotel de lujo donde se alojan las estrellas de cine y las personalidades que acuden a la ciudad)
Después de dos horas de entretenida e instructiva charla, Ana se despidió de nosotros, y se lo agradecimos con una generosa propina.
Hoy habíamos decidido almorzar en el barrio del Gros, así que como estábamos en el Puente de Zurriola, lo cruzamos para visitar el Kursal; Palacio de Congresos construido por el arquitecto Rafael Moneo y sede principal de Festival Internacional de Cine. Personalmente creo que en esta ciudad no pega este mamotreto, aunque dicen que en las fiestas y por la noche, cuando está iluminado le da un encanto especial a la playa de La Zurriola.
El mono estaba pegando tarascadas ya, así que fuimos en busca de un lugar donde tomar algo. Entramos en un bar con muy buena pinta y unas tapas riquísmas en el mostrador. Nos sentamos en una mesa cerca de los servicios, pero como se había quedado una vacía cerca de la barra, nos mudamos. El camarero en tono humorístico nos dijo que podíamos ir probando todas las mesas del local, que no nos cortáramos. Nos tomamos unas cervezas; yo, una enorme, y pedimos unos pintxos. Queríamos quedarnos allí, pero al ser domingo no tenían menú del día y ya el hambre apretaba. Dimos varias vueltas por el barrio y al final entramos en un restaurante que tenía un menú apetitoso por veinte euros, todo incluido. Como era carnaval y el restaurante tenía decoración de indios americanos, ese día los empleados iban disfrazados de ese tema. Buena comida, buen vino y buen postre. Mientras estos terminaban, me fui a sentarme, a fumarme un cigarro, en un banco con vistas al río.
Yo necesitaba echarme un ratillo, porque aún no estaba recuperado del día anterior, así que me fui a la pensión y pedí una hora de descanso, que me sentó de maravilla. Fernado y Encarnuchi se dieron un paseo por los aledaños de la catedral y se tomaron un café mientras.
Me había quedado traspuesto, y cuando Fabi me llamó, no sabía ni dónde estaba. Me lavé la cara y puntuales, como siempre, nos reunimos con estos. Nos esperaba una tarde dura.
Nos dirigimos hacia el puerto pesquero, porque desde allí partía un sendero más suave para subir hasta el monte Urgull. Nos fotografiamos en otro de los monumentos de San Sebastián; la Construcción Vacía del escultor Oteiza y comenzamos la subida.
En el punto más alto del monte se encuentra el Castillo de la Mota, que ha existido desde el siglo XII, aunque reestructurado y reconstruido a lo largo de los años. Al ser domingo por la tarde, se encontraba cerrada la Casa-Museo de la Historia que alberga dicho castillo. Coronando la cima está el Sagrado Corazón, una escultura monumental que se divisa desde toda la ciudad. Después de un merecido descanso y hacer cientos de fotos, descendimos del monte por otro recorrido que nos llevó hasta la parte vieja.
Tomamos café en una terraza de la Alameda del Bulevar, y otra vez empezó la música anunciando las cabalgatas del Carnaval. Estuvimos siguiendo algunas, pero para poder verlas todas fuimos andando entre la multitud hasta que comprobamos que aquello era interminable. Paramos en una churrería y compramos un cucurucho de churros, que estaban muy ricos, y nos fuimos a nuestro balcón privado a disfrutar del espectáculo de música, disfraces y danzas.
Después de una hora, y viendo que no terminaba nunca, decidimos irnos a seguir disfrutando de los pinchos a la parte vieja. Seguí con el programa que traía preparado de bares, y tocaba la Cuchara de San Telmo. Como era pronto, pillamos una mesa fuera y nos pedimos unas cervezas y la tapa estrella: Foie con compota de manzana. Mientras esperábamos que nos llamaran para la tapa, y tras levantarnos varias veces y soltar unas cuanta pollas, la mesa de al lado nos preguntó que si éramos de Granada, más en concreto de Albolote. Ellos eran de Cúllar, un pueblo cerca de Baza, y habían venido a recoger a una chica que llevaba allí seis meses trabajando de podóloga. Fue como si nos conociéramos de toda la vida. Olga, que así se llamaba la chica, nos estuvo recomendando lugares, tapas y sitios que deberíamos visitar. Fue un rato muy agradable. Volvimos a encontrárnoslos en el Bar Néstor, famoso por sus tortillas, pero como no habíamos reservado la tapa, ya no quedaba. Nos pedimos una ración de ibéricos, pero mientras llegaba, los granaínos nos pasaron unas tapas de carne del chuletón que se estaban ellos comiendo. Todo un detalle, que agradecimos invitándolos a unos chacolís. Como era domingo, algunos de los bares estaban cerrados por descanso, pero entramos en el Atari, otro de los recomendados. Pedimos la carrillera, que aunque muy rica, no lo fue así el precio, ya que pagamos cuatro euros y medio por cada tapa. No hacía falta entrar en ningún sitio, porque la fiesta estaba en la calle, y nos encontramos muchas murgas actuando. Nos sumamos a ellos cantando y bailando.
Antes de irnos a la cama, nos tomamos una copa en un pub que Fernando y Encarnuchi descubrieron mientras yo me echaba la siesta.
Lunes, 27 de febrero
A las ocho y media ya estaba pidiendo que me hicieran la cuenta en recepción, ya que era mejor dejarlo todo pagado antes. Mientras lo hacían, bajé a decírselo a Fernando, aunque él ya me estaba esperando.
Nos fuimos directos a la estación de Amara, sin desayunar para comprar los billetes, y menos mal que lo hicimos así, porque ese día había huelga de RENFE y había paros intermitentes. Sacamos los billetes para Hendaya, y al ver que la empleada era muy simpática y que el precio era de menos de diez euros para los cuatro, Fernando le preguntó que si no teníamos ninguna rebaja, a lo que nos respondió que si nos la hacía por familia numerosa. Desayunamos ya tranquilos en una cafetería cerca de las estación, y faltando aún quince minutos nos fuimos al andén correspondiente.
El viaje fue muy cómodo y rápido, y en menos de cuarenta minutos ya el tren estaba en tierra de los gabachos, una vez cruzado el Río Bidasoa. Nos bajamos en la misma estación en la que tuvo lugar el histórico encuentro entre Hitler y Franco a comienzos de la II Guerra Mundial.
Esperábamos un cambio tras cruzar la frontera, pero sigues estando en el País Vasco, aunque en este caso sea el francés. Los nombres están en euskera y en francés y todo estaba lleno de banderas ikurriñas. Nos dirigimos a la parte vieja de la ciudad, aunque apenas hay nada viejo debido a ser un pueblo fronterizo y ha tenido que soportar guerras y más guerras contra las tropas españolas. Nos sentamos en una terraza a tomar café y practicar unas cuantas palabras en francés, pero aquí todo el mundo habla español. Cerca estaba la Plaza de la República con la Iglesia de San Vicente al fondo, donde destacan las galerías a lo largo de las paredes laterales y trasera. El objetivo de estas galerías era separar a los hombres de las mujeres en la misa.
Bajamos hacia el río y tomamos el Camino de la Bahía. El sendero transcurre paralelo al río y desde él se pueden disfrutar las preciosas vistas de la Bahía de Txingudi y el pueblo de Hondarribia, justo al otro lado del río.
Recorrimos unos cinco kilómetros de sendero hasta llegar a la playa de Ondarraitz, que es una de las atracciones turísticas de Hendaya. Tiene tres kilómetros de fina arena y es muy popular entre familias y surfistas. Alineadas en la playa aparecen muchas casas de estilo vasco y, justo en medio del paseo, el casino con una arquitectura arábica.
Otro de los atractivos de la playa son las rocas gemelas, al final de la misma. Hicimos muchísimas fotos y nos fuimos a buscar el ferry que nos llevaría hasta Hondarribia. Está al final del puerto. Una vez que comprobamos los horarios y viendo que era la hora de tomarse la cerveza, fuimos al club náutico Fernando y yo, mientras dejamos a estas en el embarcadero por si había que comprar antes los billetes. Nos pedimos dos tercios, y si hubiéramos tenido tiempo nos podríamos haber hartado de comer y beber, porque había una reunión de esas en las que te venden algo y te invitan. Se nos presentó uno de los comerciales y tuvimos que decirle que no estábamos allí para el evento. Como el tiempo apremiaba, repartimos los frutos secos, que nos habían puesto, en dos servilletas y se los llevamos a ellas diciéndoles que los habíamos robado de una mesa. Ante la cara que pusieron, no nos quedó más remedio que reírnos. Nos montamos en el barco y creíamos que nos habíamos colado porque nadie nos pidió nada. El trayecto es de apenas diez minutos, pero solo por las vistas que hay y las risas, merece la pena. Pues no, no nos habíamos colado, porque antes de bajarnos nos cobraron los 1,80€ que valía el billete simple.
Nada más bajarnos vimos a un policía y me fui para él a preguntarle que dónde estaban las calles turísticas llenas de bares y con balcones repletos de flores. Me miró muy serio y me dijo que la semana anterior las habían tirado. Ante mi cara de asombro, me dijo que era una broma y yo le contesté; "¡Qué susto!" Estaban al lado, y hacían honor a las fotos que ya había visto. Bueno, creo que son mucho más bonitas aún en directo.
Pensábamos comer en el Gran Sol, recomendado por todo el mundo, pero al ser lunes estaba cerrado. Así que primero nos tomamos unas cervezas con sus respectivos pinchos en una terraza, y viendo que los restaurantes se estaban llenando, preguntamos a un lugareño por su preferido. Nos mandó a mesón Maite y allí que nos sentamos. Pedimos una botella de vino y cuatro raciones para compartir; ajoarriero, pulpo asado, croquetas y foie. No quedó nada en los platos.
Para bajar la comida, subimos hasta el casco viejo por unas calles preciosas. Cada rincón era merecedor de una foto. Entramos en el castillo de Carlos V, que se utiliza como parador nacional. Justo al lado, se encuentra la Iglesia de Santa María, pero solo pudimos verla por fuera porque se encontraba cerrada. Ya comenzamos a bajar, y vimos el Ayuntamiento, el Hotel Obispo y la Puerta de de Santa María.
Como no habíamos tomado café, nos sentamos en el terraza del restaurante Alameda, galardonado con una estrella michelín, y disfrutamos de unas vistas magníficas del río Bidasoa y Hendaya al fondo.
Muy cerca había una parada de autobús, y nos montamos en el primero que pasó. El conductor era joven y llevaba puesta la música a todo trapo, y así era como iba él; echando leches, Tanto, que en menos de treinta minutos estábamos apeándonos en la Plaza Guipúzcoa; no nos dejó ni disfrutar de los paisajes.
Había cambiado el tiempo, hacía viento y nos asomamos a la Concha, como cada vez que estábamos cerca, para ver cómo estaba el mar. Hoy sí que había las famosas olas del Cantábrico. Les propuse a estos de ir de nuevo al Peine del Viento para ver el espectáculo, y aunque llevábamos un día duro de caminata, accedieron. Las olas rompían contra el muro del paseo y llegaban hasta la barandilla. Nos encontramos muchos surfistas buscando la ola perfecta. El monumento de Chillida estaba lleno de gente fotografiando cómo el mar rompía contra las rocas y el viento pasaba entre las esculturas. Para no ser menos, nos pusimos en la cola para cazar una fotografía de esas olas. Nos mojamos un poco, pero mereció la pena.
Deshicimos el paseo. y mientras Fabi y Encarnuchi se tomaban un café y algo de dulce, nosotros nos sentamos en una terraza a tomarnos una copa, que bien merecida nos la teníamos. Le pregunté a Fernando por los kilómetros totales que llevábamos desde el primer día (llevaba un reloj de esos de pulsera que te miden hasta el aliento) y me dijo que cincuenta, ¡que ya está bien! Localizamos a estas en una tienda de ropa cerca de la pensión.
De vuelta al hotel, entramos en el supermercado de la superficie comercial que teníamos frente a él. Queríamos comprar pan y jamón para prepararnos unos bocatas para el viaje de vuelta. Como en la planta alta había muchas charcuterías, escogimos una que tenía muy buena pinta y que estaba al lado de una panadería. Entre el olor y que ya era tarde y picaba el hambre, compramos un poco de todo; jamón, salchichón, chorizo y queso Idiazábal, y en la panadería unas cuantas barras de pan casero. A mí se me hacía la boca agua y les dije de comprar algo de beber y tomarnos unas tapas en la cocina que teníamos para las cuatro habitaciones de la planta. Mientras yo compraba cervezas, patatas fritas y cervezas, Fernando escogió una buena botella de vino tinto y nos fuimos a preparar los bocatas y tomarnos un buen aperitivo. ¡Coño, nos hartamos de comer con lo que sobró de preparar dos bocadillos por persona para el viaje!
Salimos a dar una última vuelta por la parte vieja que, al ser lunes, estaba desconocida. Entramos en un bar pero solo pedimos cerveza y dos pinchos porque estábamos llenos, y fuimos a despedirnos de la Playa de la Concha que nos recibió con unas olas enormes que saltaban hasta el paseo. Empezaba a llover, así que nos dirigimos a la pensión a preparar el equipaje, ya que salíamos pronto por la mañana.
Martes, 28 de febrero (Día de Andalucía)
A las ocho y media, y con las maletas en la puerta, salimos camino de la estación. Estaba chispeando, pero no hizo falta abrir los paraguas. Parecía como si nos lleváramos el buen tiempo, porque todo el mundo nos había comentado que tres días soleados en San Sebastián era casi un milagro. Buscamos una cafetería cerca de la estación y nos tomamos un buen desayuno, y media hora antes estábamos en el andén, pensando que íbamos a tener que pasar control de equipaje. El tren llegó puntual de Hendaya, y ya en nuestro vagón empezó una lluvia que nos acompañó casi todo el camino. Entre alguna cabezada, ver fotos y contemplar el paisaje, el viaje no se hizo muy largo. Extrañó que no pasaran las azafatas repartiendo auriculares (que ya tenemos una colección) y como llevábamos comida y bebida no nos llegamos a la cafetería. Continuaba la huelga de RENFE, y en este viaje no ofrecían estos servicios. Menos mal que nosotros íbamos bien provistos de todo porque si no, no hubiéramos podido comprar nada; fuimos la envidia de todo el tren cuando sacamos los bocatas y las cervezas. A la hora prevista estábamos en Chamartín. Fuimos a sacar los billetes gratuitos para el tren de cercanías, y a la media hora nos encontrábamos en la Estación Sur. En el bar, pedimos las bebidas y sacamos los otros bocadillos, pero un encargado "esgraciao" no dijo que allí no se podía tomar comida de fuera. Salí a fumarme un cigarro en la planta alta y descubrí una bar donde podríamos haber almorzado fuera. Y ya tomamos el autobús hacia Granada, donde nos esperaba Víctor para llevarnos a casa.
San Sebastián es una ciudad pequeña que te transporta a otra época. Es manejera, coqueta y llena de encanto. Tiene la mejor playa urbana de Europa, y sobre todo una tradición gastronómica que no deja a nadie indiferente. Quizá una pequeña pega sea que es un poco cara, pero merece la pena gastarse ese dinero por la calidad y elaboración de sus pinchos y platos. Me ha llamado la atención cómo y cuánto les gusta la diversión. Su gente es mucho más alegre que su vecina Bilbao. Como siempre, ha sido un placer viajar con Fernando y Encarnuchi de compañeros y seguro que que volvemos a hacerlo en un futuro inmediato. En todas las guías de viaje recomiendan no perderse este destino para una escapada de unos cuantos días, y por supuesto que estoy de acuerdo.