Las Rías Bajas, julio 2014

Jueves, 24 de julio

Como el tren salía desde Chamartín a las siete y media de la mañana, tocaba pasar la noche, camino de Madrid, otra vez en el autobús; al final se acostumbra uno. Después de seis horas de tren por un paisaje de cuento, arribamos a Vigo, a las una y media de la tarde.



Nada más llegar, nos perdimos, porque la estación nueva aún no está terminada, y el tren para en otra parte de la ciudad. Con lo cual, todas las referencias que llevaba para encontrar el hotel, no servían. Pero nada que no se pueda resolver preguntando a los transeúntes, por cierto; muy amables todos los gallegos. Después de muchas vueltas, dimos con el hotel, que estaba en la parte alta de la ciudad, así que tocaba hacer un poco de ejercicio todos los días.




Soltamos las maletas y nos fuimos directos a almorzar. En la calle del hotel, había cinco o seis lugares muy bien valorados donde comer. Ese día, nos dejamos llevar por las recomendaciones del recepcionista del hotel, cosa que hay que agradecerle, porque el sitio merece la pena por la calidad y el precio. De hecho, cenamos tres noches allí. Después de probar las ricas viandas: carpaccio de bacalao y parrillada de pescado, nos fuimos a echar una bien merecida siesta.



Al no hacer mucho calor, unos veinticinco grados de media, a las seis ya estábamos haciendo nuestra primera incursión por la ciudad, ya, con un plano en la mano. Nos llegamos de nuevo a la estación para comprar los billetes del día siguiente.



El plan del viaje era conocer las tres rías más importantes, y para ello íbamos a hacer uso del transporte público, que aparte de rápido, es barato. Compramos los billetes para Vilagarcía de Arousa, y ya nos encaminamos por el paseo  de Areal y el parque de la Alameda hasta la Estación Marítima, (previa parada para tomar café que fue algo de lo que más nos llamó la atención; por un euro, te sirven, en la terraza, el café acompañado de dos trozos de bizcocho, y si es por la mañana, con un chupito de zumo de naranja)


que es donde se compran los billetes de barco para las Islas Cíes. Te recomiendan comprarlos con antelación porque al ser un parque nacional, solo puede entrar un número de personas y te puedes quedar sin plaza.




Entramos en el centro comercial de puerto, muy moderno, pero no deja de ser otro centro comercial, porque desde aquí ,y sin subir escaleras, se accede al barrio antiguo de la ciudad.
Empezamos a callejear sin rumbo fijo, dejándonos perder en él. Pudimos verlo sin apenas nadie, ya que cuando de verdad es un hervidero de gente es al mediodía y por la noche, cuando todo el mundo se viene aquí bien a comer o a cervecear; la oferta es muy amplia.



Después de pasear un rato y ver los rincones más típicos, nos sentamos en una terraza de la Plaza del Sol a tomarnos una cerveza, y nos llevamos otra sorpresa. Aparte de por el precio: 1,70 euros el tubo, te ponen tres tapas pequeñas, y un cuenco de patatas fritas.



Después de un par de cervezas, nos fuimos a ducharnos y buscar algún lugar donde cenar. Por la tarde, había visto un bar con cervezas a 0,40, y fuimos a ver si era verdad. Por 0,90 te tomabas una cerveza y un montadito; lo que pasa es que era mucho pan, pero estaba a reventar de gente, sobre todo joven.

Vimos muchos lugares donde cenar, pero el problema estaba en que después había que subir hasta el hotel. Así que decidimos irnos a los que estaban cerca de él. Al final cenamos en la terraza donde almorzamos al mediodía. Pedimos una jarra de vino ribeiro de la casa y una ración de pulpo a feira. Estaban riquísimos los dos.Y el pulpo, aparte de exquisito, muy generoso; todo por doce euros.

Eran las diez y media de la noche y aún no había oscurecido del todo, pero nosotros estábamos muy cansados, así que nos fuimos a la cama.


Viernes, 25 de julio; Ría de Arousa


A las seis y media, sonó el despertador, que no era otro que las gaviotas dando unos graznidos que era imposible no escucharlos. Esto ocurría todos los días; ¡la madre que las parió! Desayunamos pronto y nos fuimos camino de la estación a coger el tren que nos llevaba a Vilagarcía de Arousa.
Después de una hora muy agradable, viajando entre el verde de la vegetación y el azul de la ría, a las diez y media ya estábamos allí. Hicimos la visita del pueblo, el paseo marítimo, visitamos un Pazo, y la playa, donde una señora muy amablemente nos explicó para lo que servían los palos que se veían clavados en el agua (son las parcelas que explota cada uno de los marisqueros). Nos fuimos camino de la estación de autobuses para visitar nuestro otro destino del día: Cambados, que iba a ser, a la postre, el pueblo que nos pareció más bonito de las rías.



Nada más llegar a Cambados, nos fuimos directos a la oficina de turismo para pedir unos planos. Había tres personas dando información, y una cola que no avanzaba. Después comprobamos el motivo. La chica que nos tocó era "muílla", ¡la madre que la parió, qué manera de hablar!Pero daba gusto escucharla. Entre la voz tan dulce de los gallegos, la velocidad que le imprimía y lo interesante que te lo hacía; nos tuvo al menos un cuarto de hora dándonos todo tipo de información. ¡Si vais por allí no os lo perdáis!



El pueblo tiene tres barrios, que antes eran municipios independientes, para visitar, y siguiendo las recomendaciones de la chica, nos fuimos al barrio marinero, que estaba de fiestas y había una sardinada gratis. El recorrido fue muy agradable y llegamos hasta la Torre de San Sadorniño. De vuelta vimos la sardinada y llamaba la atención el tamaño de las sardinas; parecían tiburones de grandes, unas cuatro veces las de aquí.



Nos alejamos un poco del bullicio y nos sentamos en una terraza a tomar unas cervezas; la tapa era empanada, y estaba buenísima. Preguntamos a unas señoras que había sentadas al lado por un buen sitio para almorzar, y nos recomendaron la Cofradía de Pescadores. El sitio era muy bonito y tenían de todo, y a buen precio en la carta. Pedimos media docena de ostras, que aunque se tomen crudas están exquisitas; una ración de zamburriñas, que son como las vieras, pero un poco más pequeñas (era una de las recomendaciones de qué comer en Galicia ,¡buenísimas!) y una ración de pulpo.Todo esto regado con una botella de Albariño.



Para bajar la comida seguimos,haciendo la visita, recomendada, del pueblo. Ahora subiendo un poco, visitamos el Pazo de Ulloa, el Pazo A Capitana (que es una bodega y un alojamiento rural) y el monumento nacional del que ellos se sienten más orgullosos: las Ruinas de Santa Mariña Dozo, ruinas de una iglesia con su cementerio.



Bajando, llegamos al centro de la villa y nos sentamos a descansar en el parque que hay junto a la ría. Tomamos café con sus correspondientes dulces y cogimos el autobús rumbo a Vilagarcía, donde teníamos que coger el tren hacia Vigo.



Nos duchamos y salimos a tomar el aperitivo antes de la cena. Todas las noches cambiábamos de tapería para tomar la cerveza, y en todas, el precio era similar. Solo cambiaba las tapillas que te ponían. Si mirabas, antes de sentarte, a los que estaban tomando algo, ya sabías las tapas. Otra vez cenamos con nuestra botella de ribeiro o albariño en los aledaños del hotel, y de nuevo, fantástico en cuanto al precio y la calidad.Y... a dormir, que mañana será otro día.

Sábado, 26; Islas Cíes



Desayunamos pronto porque teníamos que estar en la estación marítima a las ocho y media para coger el barco que nos llevaba a las islas. Cuando llegamos, ya había una cola enorme de gente esperando. Al haber dos compañías que hacen el trayecto y con el follón de dónde iba cada uno, nos colamos, y menos mal, porque las vistas buenas se tienen desde la cubierta, y había pocas plazas aquí, de ahí las colas que había media hora antes.



El viaje dura una hora y se hace muy ameno porque se ven los dos márgenes de la ría, y cómo te vas acercando a las islas. Las Islas Cíes están situadas en la boca de la ría de Vigo, y forman parte del Parque Nacional Marítimo Terrestre de las Islas Atlánticas de Galicia. Son tres islas, aunque dos de ellas están unidas y sus playas son de una fina arena blanca y aguas turquesa.



En las islas se pueden hacer dos actividades: o senderismo o disfrutar de sus playas. Nosotros optamos por lo primero. Hicimos la excursión larga, que son unos ocho kilómetros y te lleva al punto más alto de la isla, al faro. Aunque la excursión está programada para hacerla en dos horas y media, a nosotros nos sobró una hora. Las vistas desde arriba bien merecen el esfuerzo realizado.
Ya casi abajo, paramos a tomar café en un paraje de ensueño, y después, paseamos descalzos por la arena hasta llegar al embarcadero. Ya la playa estaba atestada de gente tomando el sol, porque bañarse casi nadie se atrevía; el agua estaba helada.



A las dos, cogimos el barco de regreso a Vigo. Nuestra idea no era pasar un día de playa, sino visitar ese paraje idílico.

Nada más llegar a la ciudad, visitamos la calle de las ostras, que estaba abarrotada. Nosotros decidimos almorzar en un lugar más tranquilo. Era un jardín pequeño decorado al estilo marinero, y allí disfrutamos de una botella de albariño, una ración de pulpo, mejillones y una bandeja de pimientos de padrón.



Fuimos a echar una siestecilla al hotel, y por la tarde decidimos subir al Parque do Castro. Es el pulmón de Vigo, pero hay que darse una paliza para llegar hasta él. Está situado en un cerro, en la parte más alta de la ciudad. Pero tanto por sus ruinas, vegetación, como por las vistas de la ría, merece la pena la subida. ¡Espectacular!



El resto de la tarde-noche lo dedicamos a pasear, tomar el aperitivo y cenar. Por ser sábado, decidimos salir a tomar unas copas y encontramos un local muy animado con gente de todas las edades. Los precios de las copas eran bastante baratos; tres euros. Nos tomamos una cuantas, y contentos, nos fuimos a la cama.


Domingo, 26; Ría de Pontevedra

De nuevo estábamos en la estación del tren a las nueve de la mañana; hoy nuestro destino era la ría de Pontevedra. En menos de media hora, el tren te deja en la estación de la ciudad, y para visitarla solo tienes que seguir las indicaciones del Camino de Santiago, ya que éste pasa por todo el casco antiguo de la ciudad. Nosotros seguimos las flechas amarillas y llegamos hasta el Puente de o Burgo. Aquí nos dimos la vuelta y empezamos a callejear por todo el casco viejo, que es precioso. Tomamos café en una de sus innumerables terrazas y comprobamos que aquí también te ponen tapa con él; es una constante en todos los lugares de las Rías Bajas, y se agradece de lo lindo.





Tras una visita de dos horas a la ciudad, tomamos el autobús rumbo a Combarro, que era uno de los lugares más recomendados por todo el mundo. En media hora, se llega. Pero a nosotros nos decepcionó un poco. Efectivamente es un lugar con mucho encanto, lleno de hórreos que están al lado de la ría, pero no es menos cierto, que todo se ha dedicado al turismo de masas. Era un hervidero de gente , de comercios de regalillos y de bares que te ofrecían todo tipo de manjares. Para mi gusto, es muy agobiante. En media hora ya lo has visto todo. Almorzamos en la plaza de granito, que está alejada de la zona turística, y la verdad es que mereció mucho la pena. Otra vez tengo que agradecer los comentarios que se hacen en internet.



Como teníamos tiempo de sobra, decidimos coger el autobús y visitar O Grove y la Isla de la Toja. De camino pasamos por Sanxenxo. En el autobús era para nosotros solos, y hace un recorrido por toda la Ría de Pontevedra, hasta llegar al final a la Ría de Arousa. Disfrutamos mucho del trayecto; el paisaje era muy entretenido y pudimos comprobar que Pontevedra también tiene playas de turismo de masas. En O Grove paseamos un rato, vimos desde lejos la isla de la Toja, tomamos café, y nos fuimos pronto porque la chica de información turística nos dijo que a esas horas se liaban unas colas enormes para volver a Pontevedra, cosa que comprobamos: tardamos en llegar a la estación una hora y media, y el autobús dejó de recoger gente porque iba repleto.



A las ocho ya estábamos en Vigo. Ducha, descanso y salida a tomar el aperitivo. Desde el hotel al casco antiguo había unos veinte minutos de bajada agradable por la calle Príncipe, que es la calle comercial de la ciudad. Paseamos por el puerto, parque de la Alameda y subida de nuevo a la zona de restaurantes cerca del hotel, que creo que por calidad y precio es de las mejores de la ciudad. Cenábamos bastante tarde, pero es que como el sol se pone a las diez, si lo hacías antes, parecía que estabas merendando.


Lunes, 27; El Miño, frontera entre España y Portugal

Ha sido una de las sorpresas más agradables del viaje, y el único día improvisado. Dudaba entre ir a Cangas del Morrazo en barco, Baiona en bus o Tui en tren. Al final, creo que por inercia, nos fuimos a la estación de tren, y al ir a comprar el billete vi que había un tren que iba a Oporto y paraba en Valença do Miño, que es el pueblo que hace frontera con España. Sabía que estaba cerca de Tui, solo separado por el río Miño. Así que compramos los billetes para este destino. Nada más apearnos del tren, encontramos un cartel informativo del Camino de Santiago Portugués y comprobamos que recorría todo el pueblo y te llevaba, atravesando el río, hasta Tui.



Empezamos a seguir las flechas amarillas e hicimos una visita al pueblo, bellísimo, por cierto, que después de atravesar la fortaleza, te deja en las puertas del puente que cruza el río. Daba un poco de miedo mirar hacia abajo, porque la altura era considerable. En un par de minutos estábamos de nuevo en España, en uno de los pueblos más bonitos de Galicia.



Tui, es un pueblo que conserva el encanto de las ciudades medievales. Está muy bien conservado y cuenta con una de las catedrales más famosas de Galicia, después de la De Santiago; La Catedral de Santa María de Tuy. Es un pueblo con mucha historia, y bonito donde los haya. Nos tiramos dos horas paseando por sus calles. La pena fue que la cámara de fotos no tenía batería, y solo tenemos el recuerdo de lo que guarda la retina. A las doce cogimos el autobús camino de Vigo, con la satisfacción de haber acertado en la elección del destino.




La estación de autobuses de Vigo, está un poco lejos del centro, así que nos tocó caminar más de media hora. Soltamos la mochila en el hotel y cerveceamos por las cercanías. Almorzamos en La Casa Dalmiro, otro de los lugares recomendados, y de nuevo ; un acierto. El menú del día más una botella de albariño, doce euros por persona.

Una siestecilla, y con el traje de baño y las toallas, nos fuimos a coger el autobús urbano que te lleva a la Playa de Samil, la más famosa de Vigo. Está a unos cinco kilómetros, pero merece la pena: A nuestro hijo Víctor, le hubiera encantado. Es una playa extensa de arena blanca, pero lo que realmente llama la atención, es que tiene una zona arbolada con hierba que prácticamente llega hasta el agua.



Estaba atestada de gente, que armados de neveras, mesas  y sillas, pasan el día aquí. A lo largo del paseo hay piscinas gratuitas, pistas deportivas, chiringuitos y miles y miles de personas. Al fin he visto un paseo marítimo que se pueda comparar al de Torre del Mar, aunque creo que el de Málaga es mejor. Recorrimos el paseo de un lado al otro, nos tomamos un café y estuvimos un buen rato tumbados en la hierba viendo el mar, y a lo lejos las Islas Cíes. La idea era quedarnos a ver la puesta de sol, pero como oscurece tan tarde y el último bus salía a las nueve y media, tuvimos que dejarlo para otra vez. El autobús de vuelta iba repleto, y había algo de atasco, porque eran muchísimos los coches que regresaban a Vigo después de un día de Playa.







Nos duchamos y salimos a dar nuestro último paseo por la ciudad, ya con un poco de tristeza porque el viaje había tocado a su fin. Cervecitas, cena y a preparar el equipaje, que nuestro tren de regreso a Madrid salía a las ocho de la mañana. Apenas tuvimos tiempo en la Estación del Sur, lo justo para una cerveza, porque el autobús hacia Granada partía a las cuatro.



De este viaje nos quedamos con la amabilidad de los gallegos, con sus viandas, sus vinos y los cafés con tapa. Tiene lugares encantadores y unos precios que todavía son asequibles para un bolsillo medio. Conocíamos la Galícia interior del Camino de Santiago, y esta no tiene nada que ver. Aquí se ve la riqueza que tiene esta tierra. Este era el verde que siempre habíamos imaginado. Ha sido una experiencia que se puede repetir, porque han quedado muchos rincones por visitar.






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