A las tres y media ya estábamos almorzados y con el equipaje preparado, cuando me llamó Fernando para ver lo que nos quedaba. Me dijo que nos invitaba a café en su casa, mientras llegaba su hija para prestarle el coche, así que David nos acercó.
Y a las cuatro, ya estábamos montados en el coche, que aunque un poco más pequeño que el suyo, muy nuevo y confortable. El viaje transcurrió entre risas y charlas, y a las dos horas paramos en una venta de Algodonales para tomar café e ir al servicio, aunque Encarnuchi, prefería parar en cualquier descampado. No lo hizo porque le juré que le haría una foto y la pondría en el diario
No había mucho tráfico, pero pillamos algunos camiones que nos entorpecieron la marcha, y a las siete y media, tras recorrer la ruta de los pueblos blancos, estábamos entrando en la playa de Valdelagrana, en el Puerto de Santa María.
Minutos antes, nos había llamado el propietario del apartamento, un señor alemán con un acento que costaba trabajo entender. Como no dábamos con la situación exacta del piso, tuvo que venir a nuestro encuentro. Lo seguimos, y en dos minutos estábamos dejando el coche en el aparcamiento privado de la urbanización. Nos acompañó hasta nuestro alojamiento, pagamos y nos despedimos de él hasta el lunes.
El apartamento tenía tres dormitorios, salón, dos cuartos de baño, cocina totalmente equipada y una terraza, que, a la postre, fue lo que más hemos disfrutado. Todo estaba muy limpio y no faltaba ningún detalle. Repartimos los dormitorios por sorteo, deshicimos el equipaje y fuimos al encuentro de Germán, que acababa de llegar y estaba buscándonos. Un poco más, y hubiéramos hablado a voces con él en vez de por teléfono, porque estaba a veinte metros de nosotros cuando lo encontramos. Fuimos al supermercado más cercano para comprar agua, ginebra, tónica y alguna otra chuchería. Y después de dejarlas en la casa, ya sí que salimos a buscar algún sitio donde cenar. Íbamos por el paseo haciendo comentarios del puente nuevo de Cádiz cuando se paró una señora y nos dio todo tipo de explicaciones sin pedírselo (estos gaditanos, tan amables como siempre). Ya sí que le preguntamos por algún sitio bueno para cenar y nos recomendó dos, y lo que teníamos que pedir allí, invitándonos a que fuéramos a su tienda al día siguiente, que nos iba a ofrecer unas copas de fino gratis. Entramos en el primer lugar que nos había recomendado y pedimos unas cervezas y unas tostas de gulas y otra, de queso con cebolla caramelizada. Estaban ricas, pero el precio era quizás un poco excesivo. Después fuimos al otro, y al verlo vacío, desistimos de entrar, y fuimos a probar los productos de la tierra, más bien del mar, en uno de los famosos de lugar. Entre risas y manzanillas, nos dieron las once, y en vista de que Germán no se quería quedar a dormir en el apartamento, nos despedimos hasta la mañana siguiente, y nosotros nos fuimos a la terraza del piso a tomarnos las copas allí mientras veíamos la Bahía y escuchábamos el mar. La temperatura era muy agradable, así que dormimos al arrullo de las olas, porque dejamos la ventana abierta.
Sábado, 10 de octubre
Habíamos quedado con nuestro guía a las nueve, así que a las siete y media ya se escuchaba el ruido del agua de las duchas. A las ocho y cuarto fuimos a desayunar a la cafetería recomendada por el propietario; todo un acierto. Nos sentamos en la terraza y pedimos café y un mollete con aceite, tomate y jamón. Todo buenísimo, y si no, que se lo pregunten a los gorriones que venían a que les diéramos trozos de pan. Fabi se lo ponía en la mano, y se posaban en ella para comer. Eran la atracción del desayuno.
Puntual como un Longines, nos encontramos a Germán en el paseo esperándonos con el coche. Nos montamos y nos fuimos al embarcadero desde donde parte el catamarán que hace la travesía entre el Puerto de Santa María y Cádiz.
Compró él los billetes porque salían más baratos con la tarjeta de transportes, y además, puedes dejar el coche en el aparcamiento gratis. A las diez, ya estábamos rumbo a Cádiz. Nada más partir se ve el Vaporcito, que era la embarcación que hacía este recorrido antes de que se hundiera, se encuentra varado al lado del río.
El trayecto apenas dura treinta minutos, que se hacen muy agradables porque vas viendo cómo se va acercando la ciudad, y las vistas de esta desde el mar, son preciosas. Desembarcamos en todo el casco antiguo, cerca de Puerta de Tierra, y al lado del ayuntamiento.
Había dos cruceros en el puerto, que junto con los autobuses que no paraban de llegar y la gente que había venido a pasar el puente a la ciudad, hacía que las calles estuvieran repletas de gente.
A mí me gusta preparar mucho los viajes antes de hacerlos, es una de las cosas que más me encanta, aparte de viajar, pero esta vez me dejé llevar por ese guía tan experimentado que teníamos, y disfrutar sin tener que mirar en mapas o buscar calles. Hicimos cola para coger un mapa turístico de la ciudad para mi colección, aunque esta vez me pidieron un euro por él, cuando ni siquiera lo utilizamos, y empezamos a patearla. (Hay pintadas líneas de colores en el suelo, que simplemente con seguirlas, haces una visita completa, pero nosotros nos dejábamos llevar por Germán.)
Comenzamos la visita por el Barrio del Pópulo, que aunque era un barrio muy pobre,( el más antiguo de la ciudad, que va desde el ayuntamiento hasta la catedral), ahora se encuentra muy cuidado y es muy turístico.
Subimos para ver el teatro romano, pero solo pudimos verlo desde fuera porque estaba cerrado, pero a cambio, pudimos observar el otro lado de Cádíz, con la Playa de La Victoria al fondo, la Catedral Vieja y hacer las primeras fotos de La Catedral.
Bajamos hasta la Catedral, pero no entramos, porque había que pagar, y no pensábamos gastar en curas lo que nos podíamos tomar en vinos y viandas. En uno de los laterales se observaban perfectamente las rocas con las que hicieron muchos de los monumentos de la ciudad; la roca ostionera, que no ostiones, que procede de sedimentos marinos.
Desde aquí, nos fuimos a la Plaza de las Flores y empezó a chispear, aunque no impedía seguir paseando y disfrutar de la ciudad y su bullicio.
Fuimos al mercado central para protegernos de la lluvia y sentir cómo late la vida de Cádiz. Había una mezcla de colores, de sabores, de olores, de sonidos que te envolvían. Los precios de los mariscos eran bastante aceptables, y era una pena no haber traído una nevera para llevarnos de todo un poco y probarlos.
Fernando se despistaba a cada momento en busca de alguna foto mágica, y fuimos a buscarlo porque había una chica repartiendo unas tortitas muy ricas. Siempre aparecía, porque él sí que nos tenía controlados a nosotros.
Del mercado nos dirigimos al Barrio de La Viña, el más carnavalero de Cádiz, y desde aquí a la Caleta pasando por la Calle de la Palma.
Como aún era pronto, por el malecón, nos acercamos hasta el Castillo de San Sebastián y al faro, que tan bien veíamos desde el apartamento por la noche. Desde el castillo hicimos muchas fotos de la playa de la Caleta y del Balneario de La Palma (donde se rodó una de las escenas de la película de James Bond: " Muere otro día").
Desde aquí, y rodeando la ciudad, pasamos por el castillo de Santa Catalina, el Parador del Atlántico y el Parque Genovés, para adentrarnos otra vez hacia la Plaza del Mentidero, ya con el mono de la cerveza arañándonos en la espalda. Ya habíamos pasado por todos los lugares que aparecen en "Las Habaneras de Cádiz" de Antonio Burgos, e interpretada por María Dolores Pradera, y Carlos Cano entre otros. Yo me pasé todo el viaje tarareándola y cantándola.
La idea era comer en La Esquina, en la Plaza de Mina, pero el local en el que entramos estaba totalmente reformado y según estos, ya no era lo que antaño. De todas formas nos tomamos una cerveza y le echamos una ojeada a la carta. Nos dimos prisa porque ya se acercaba la hora del almuerzo y se decidió hacerlo en la Plaza de las Flores en la marisquería que lleva su mismo nombre.
Todas las mesas estaban ya ocupadas, así que pedimos turno de mesa mientras nos tomábamos una cerveza dentro con unas quisquillas y un salpicón de mariscos. Al momento nos avisaron de que ya teníamos la mesa preparada. Pagamos lo de la barra y nos fuimos a la terraza para ocupar nuestro sitio, pero hubo una equivocación y esa mesa no nos correspondía a nosotros, sino a otros clientes que llevaban esperando un rato. ¡Cualquiera nos quitaba ya la mesa! El fallo lo habían cometido los camareros, así que ellos tuvieron que solucionar el entuerto. Pedimos bienmesabe (cazón en adobo), choco frito , unas tortillitas de camarones, gambones fritos y unas botellas de manzanilla, y disfrutamos de una comida exquisita.
Terminando de comer se presentó un personaje curiosísimo con una guitarra, y sobre la marcha improvisó una canción. No sabía tocar, pero cantaba de maravilla y cuando le dimos algo de dinero nos dijo que nos lo devolvía si le contábamos los dedos del pie y tenía cinco dedos. ¡Qué cabrón, tenía seis!
Mientras acabábamos la segunda botella de vino, Encarnuchi y Fabi se fueron a la cafetería de enfrente a tomarse un café y algo de dulce. Las acompañamos más tarde nosotros, pero era una cafetería moderna de estas de self-service, así que estuvimos poco rato.
Todavía nos quedaban algunos monumentos por visitar, y así de paso bajábamos la comida. Por la Calle Sacramento, la más larga de Cádiz, pasamos por La Torre Tavira, para acercarnos después al Gran Teatro Falla, y desde aquí callejeando hasta la Alameda Apodaca y la Plaza de España, con el Monumento a las Cortes.
Eran las cinco y media y todos los billetes estaban vendidos, y el siguiente salía a las ocho y media. Barajamos la posibilidad de irnos en tren, pero al tener el coche en el aparcamiento, desistimos y compramos los billetes para esa hora. Fue un fallo mío fiarme de los horarios que había visto en internet y no comprobarlos in situ. Pero como no hay mal que por bien no venga, esto nos dio la oportunidad de tomar los famosos churros de Cádiz, que tanto empeño tenía yo en probarlos. Otra vez nos dirigimos a la Plaza de las Flores, a la cafetería la Marina, y nada más sentarnos en una mesa de la terraza comenzó a llover. Pillamos una mesa dentro y allí pudimos probar los churros (exquisitos y mucho más finos que los de Granada), y hacer hora para el barco.
Aún chispeaba, pero no hubo necesidad de comprar ningún paraguas. Ya estaba casi oscureciendo cuando llegamos a la estación marítima y esperar, no fuera a ser que perdiéramos el barco. El viaje de vuelta fue rápido y pudimos observar Cádiz de noche.
Recogimos el coche y nos fuimos a Valdelagrana a cenar. La noche anterior habíamos visto una pulpería que estaba a rebosar de gente, así que haciéndole caso al refrán de: ¿Dónde va Vicente?...Nos metimos a probar suerte. ¡Un acierto total! Pulpo a la gallega, patatas bravas y una tabla de quesos a un precio normal.
Germán se fue a su casa y nosotros a nuestro apartamento a tomarnos unas copas en la terraza y ver en el ordenador las fotos que habíamos hecho ese día.
Domingo, 11 de octubre
Habíamos quedado a las nueve y media con Germán. Después de desayunar en la misma cafetería del día anterior, fuimos a su encuentro y llegamos al mismo tiempo. Nuestra primera visita del día era Sanlúcar de Barrameda. En cuarenta minutos ya estábamos aparcando el coche en el Barrio Bajo de Guía, en la desembocadura de Río Guadalquivir, y con el Parque Nacional de Doñana enfrente. Dimos un paseo por este barrio marinero, dedicado hoy por completo al turismo, y que cuenta con muy buenos restaurantes, entre ellos Casa Bigote, el más famoso de todos. Como era domingo, en su pequeña iglesia estaban diciendo misa, y era muy curioso ver publicidad de vino en unos toneles al lado de la puerta.
En un cartel informativo, Germán me estuvo explicando el recorrido que íbamos a hacer. También nos estuvo explicando la importancia histórica de este municipio, del que partió el tercer viaje de Colón a las américas y la vuelta al mundo de Magallanes y Elcano.
En coche nos acercamos al centro del pueblo, aparcamos e hicimos una visita del mismo. Se trata de una ciudad muy monumental y llena de bodegas de vino manzanilla. Empezamos subiendo hasta el Barrio Alto, donde se encuentran el Palacio de Orleáns Borbón, la Iglesia de Nuestra Señora de la O, el Palacio de Medina Sidonia y el Castillo de Santiago, donde estuvieron alojados los Reyes Católicos, entre otros.
Justo enfrente del castillo se encuentran las Bodegas Barbadillo y el Museo de la Manzanilla, donde entramos para aprender algo de este exquisito caldo.
Como ya era hora del aperitivo, bajamos hasta la Plaza del Cabildo, pero antes de almorzar estuvimos tomando unas copas y tapas en alguno de sus bares más famosos: El despacho de vinos de las Palomas, donde degustamos unas papas aliñás, y un señor muy amable nos invitó a ver el patio de su casa.
En Barbiana, donde probamos las huevas de choco y los chicharrones.
Y en el más famoso de todos: Casa Balbino, donde con mucha suerte pudimos pillar una mesa libre. Este restaurante es el más curioso de la zona, ya que tienes que ir a la barra a pedir la bebida y la comida en la extensa carta que tienen en unas pizarras de la pared. Una vez que has pedido, te llevas la bebida, y la comida, te la van trayendo ellos conforme sale. Tomamos tortillitas de camarones,(que según Ferrán Adriá, son las mejores que se puedan probar) ortigillas de mar, huevas de choco, cazuela de arroz, salpicón de marisco y vino manzanilla Solear. Todo estaba riquísimo, y la verdad es que me sorprendieron los precios. Sin duda ha sido la mejor comida de todo el viaje, y mira que hemos probado cosas ricas.
Al lado de la plaza había una pastelería y entraron las mujeres a comprar dulces para llevar y para acompañar el café que nos tomamos. Fernando se llevó el plato del café, que le había gustado mucho, y así, junto al catavinos que había cogido el día anterior, se llevaba un par de recuerdos de Cádiz. ¡La madre que lo parió!
En un agradable paseo nos fuimos en busca del coche. Nuestro siguiente destino era Rota. Es un pueblo más pequeño, pero no exento de encanto. Nos acercamos hasta una bonita playa que está justo enfrente de la Base de Rota, visitamos el castillo , la iglesia, que también era Nuestra señora de la O, y el puerto marítimo.
Germán llamó a un compañero y amigo, que ese día estaba de guardia en La Base Naval de Rota, para que nos pudiera enseñar algunos de los aviones que se encuentran allí. Eran casi las cinco, así que nos dirigimos a la Base. Germán trabaja allí como subteniente de la armada, por eso no tuvimos ningún inconveniente en que nos dejaran entrar. Nos estuvo explicando que es una base americano-española, las personas que hay allí, y que es como una ciudad con todos sus servicios, aunque hay partes que controlan los americanos y otras que lo hacen los españoles.
Visitamos el puerto donde habían atracadas algunas fragatas y un barco enorme, especie de portaaviones, que no pudimos visitar por haber maniobras en la zona.
La base es enorme, unos setenta kilómetros cuadrados, así que cogimos el coche para ir a nuestro siguiente destino: tomar café. Como estaba cerrada nos fuimos en busca del amigo de Germán, Raúl, a que nos enseñara los hangares donde se reparan los aviones y helicópteros. Había movimiento en la zona porque se encontraba un grupo de americanos haciendo maniobras con los Harrier (vimos aterrizar a cuatro, y despegar un avión de carga, enorme).
Dentro de los hangares, Raúl nos enseñó los Harrier, los aviones de pasajeros, los helicópteros y nos estuvo explicando cosas de cómo funcionan y el cometido de cada uno de ellos. Fue una visita muy instructiva.
Atravesamos toda la base para salir por una puerta distinta, que estaba más cerca del Puerto de Santa María. Vimos las viviendas de los americanos, el instituto, las instalaciones deportivas, el campo de golf, los restaurantes, los parques... Todo muy cuidado y resplandeciente.
Nos desviamos por una carretera que iba a una de las urbanizaciones más lujosas del Puerto, Vistahermosa, con unos chales impresionantes y todo lleno de arboleda y flores para ir a una cala preciosa. Paseamos por la playa y saltando entre las rocas llegamos al baluarte que hay cerca de Puerto Sherry, para desde aquí coger una vereda carril-bici que nos acercara al coche de nuevo.
Por la noche llegaban el hijo y la mujer de Germán, así que nos acercó a nuestro apartamento y nos despedimos de él dándole las gracias por habernos servido de guía y por su grata compañía. Subimos al piso, no antes de que Fernando mirara el coche (lo hacía por la mañana y por la noche por ver si le habían dejado alguna nota, ya que lo teníamos aparcado en un número distinto al que ponía en las llaves para que lo viéramos desde la terraza, o por si se lo había dejado abierto).
Bajamos a cenar, y como justo al lado había un 100 Montaditos, que hoy tenían una oferta especial, entramos a tomarnos una cerveza; tampoco era nada del otro mundo. Pensábamos cenar en la Pulpería del Sapo, de nuevo, pero empezó a llover con mala leche, y después de esperar un rato por ver si paraba, decidimos entrar en el Romerijo, una marisquería en la que había un cocedero de mariscos que te acercabas a él y pedías al peso lo que desearas y te sentabas en una mesa donde te servían la bebida. Pedimos un cartucho de langostinos tigre, uno de cañaíllas y otro de camarones, y nos dimos un festín, acompañado de una botella de manzanilla. No paraba de llover, así que nos subimos al apartamento, que lo teníamos a veinte metros.
Esta noche no pudimos abrir la ventana de la terraza porque entraba el agua de la lluvia, pero era una sensación agradable estar viendo llover y escuchar la lluvia golpeando los cristales. Nos tomamos unas copas y pasamos todas las fotos al ordenador para verlas y comentarlas. Otra velada muy entretenida.
Lunes, 12 de octubre
Por la mañana despertamos a la hora de siempre, y después de ducharnos, empezamos a recogerlo todo. También colocamos el sofá que habíamos puesto en la terraza, donde estaba, y fuimos a desayunar una vez metido todo el equipaje en el coche. Hoy el desayuno nos lo tomamos dentro de la cafetería porque seguía lloviendo. Llamamos al propietario del piso, y vino a recoger la llave su señora. Nos despedimos de Vadelagrana y de nuestro piso en primera línea de playa.
Para la vuelta no llevaba indicaciones, y como tampoco teníamos GPS, nos despistamos un poco y aparecimos en Jerez. Llenamos el coche de gasolina y preguntamos por la salida hacia Granada. Rodeando toda la ciudad salimos sin problema, aunque perdimos más de media hora. Hasta salir de la provincia de Cádiz, no paró de llover, pero con Fernando, que es un conductor muy experimentado, íbamos muy tranquilos. Ya eran casi la una cuando paramos para ir al servicio. Lo hicimos en Riofrío, y ya que estábamos allí, decidimos almorzar allí. Estos unas truchas y yo secreto, con un aperitivo de surtido de embutidos; delicioso todo. Y las tres y media estábamos de vuelta en casa.
De este viaje-escapada me gustaría destacar la convivencia tan perfecta que ha habido entre los cuatro, aunque ya habíamos estado de viaje juntos y sabía que entre nosotros todo iba a ser compañerismo y buen rollo. Pero sobre todo quiero agradecerle a Germán su amabilidad, su entrega, ser tan buen anfitrión y sus conocimientos de la zona, que han hecho que esta salida haya sido tan interesante, intensa y entretenida, aunque para ello haya tenido que cambiar sus turnos para estar con nosotros. Gracias, tío. Con estos compañeros de viaje da gusto viajar. De Cádiz, decir que me ha impresionado más de lo que esperaba; sus gentes, su gastronomía, sus vinos, su alegría y esos lugares tan maravillosos que hemos disfrutado.
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