Alemania, febrero de 2020

Viernes, 28 de febrero de 2020


Hoy el día iba a ser largo porque nos esperaba un viaje de doce horas, y a las dos y media de la mañana estábamos revisando el equipaje. Tocaba ir a visitar a nuestro hijo David a Alemania, donde ha empezado una nueva vida. Y en este viaje nos acompañaba su novia, Helena. Tenía los billetes comprados desde el mismo día en que se trasladó a dicho país y nos dejó el nido vacío del todo; es decir, desde hacía más de cuatro meses (seguro que si no hubiéramos sido tan impacientes hubiésemos conseguido un precio mejor).



Salíamos en coche desde Gójar a las tres de la mañana y, tras recoger a Helena, estábamos en el aeropuerto de Málaga a las cinco. A esa hora todo es más fácil, y en nada estábamos con el control pasado, disfrutando de un café para que la espera se hiciera más corta. Por sorpresa, me encontré con mi querido amigo Paco; más que profesor, maestro de David, y buen compañero mío, y a su señora, con quienes estuvimos charlando efusivamente casi una hora, mientras que embarcábamos hacia Lisboa, aeropuerto de escala para nuestros respectivos vuelos.



Aunque con media hora de retraso, la llegada a la capital portuguesa fue casi puntual y nos dio tiempo de sobra para presentarnos en la puerta de embarque de nuestro siguiente vuelo con destino a Frankfurt.
Otra vez con retraso de unos quince minutos, que al final se recuperaron, llegamos, tras tres horas, a nuestro destino final de avión, que no el verdadero, ya que este era Schifferstad, localidad en la que reside nuestro hijo.



El aeropuerto de Frankfurt es enorme. De hecho, está entre los tres aeropuertos más grandes de Europa, y para salir al exterior tardamos casi cuarenta minutos, aunque las indicaciones son muy claras y muy gráficas para que sea imposible perderte. Entre los dibujos y las palabras alemanas que he aprendido, ya que llevo tres meses estudiando alemán, fue muy fácil dar con la salida. Como si de una ciudad se tratara, dispone de dos estaciones de tren; una para trenes de cercanías y otra para largas distancias, que era la que nosotros teníamos que coger. Los billetes los traía impresos desde España, y no hubo ningún problema en dar con el andén ni con el tren en que viajaríamos.



Esta vez, y solo esta, en todo el viaje, ocurrió que un tren llegaba con retraso, y más tratándose de uno de alta velocidad. Llevábamos más de quince minutos de demora, lo que haría imposible coger el tren regional, asignado en el billete, hacia Schifferstad, en Mannheim. Al vernos tan nerviosos, un señor, de avanzada edad, intentó ayudarnos y hasta dos militares que estaban sentados al lado, al vernos de pie, impacientes, intentaron aclararnos la situación.



A todo correr buscamos el andén correspondiente, pero al llegar, ya el tren había partido. Pregunté a dos revisores que si podíamos tomar otro con ese mismo billete, y bien porque no me entendieron o porque era correcto, asintieron con la cabeza. El siguiente, pasaba en quince minutos, y una vez que David nos lo confirmó por teléfono, nos pudimos relajar. Llegaríamos con más de media hora de retraso, cuando ardía en deseos de darle un abrazo y un par de besos a David.



Apenas fueron veinte minutos de trayecto, que pasaron rapidísimos disfrutando del paisaje y del río Rin. La próxima parada era nuestro destino, y ya nos pusimos de pie, nerviosos, para poder abrazarlo. Antes de que el tren parara, ya lo habíamos visto allí de pie en la estación esperándonos. Nos bajamos a toda prisa y me adelanté al resto para abrazarlo. ¡Cómo puede sentirse tanto en un momento así!
Como traíamos embutidos y jamón, nos llegamos a dejarlos en el frigo de la habitación de David en la residencia. Habitación bastante amplia, con mucha luz natural, una calefacción adecuada y bastante ordenada; muy bonita.



David ya metió también sus cosas en su mochila, porque estos tres días dormiríamos en un hotel, y nos fuimos directos al bar de la estación a tomarnos unas cervezas y brindar por estar juntos. La cerveza me supo a gloria; estaba muy buena y era de medio litro. Nos pedimos unas cuantas más entre conversación y conversación, entre risa y risa.



Yo me había aprendido el recorrido hasta el hotel de memoria, pero David me dijo que lo dejara, que sabía muy bien dónde se encontraba el mismo. Fue un paseo agradable por unas calles casi desiertas, pero con unas casas encantadoras, y con una limpieza y un orden fuera de lo normal. En quince minutos estábamos ya allí. David hizo el checkin por todos, y ahí ya me di cuenta de que ya se defiende muy bien en alemán.



Las habitaciones eran muy bonitas y luminosas, con balcón y un cuarto de baño enorme. Nos dieron una al lado de la otra, pero a diferencia de los hoteles en España, aquí los tabiques de separación, son verdaderos muros.



Nada más soltar el equipaje, salimos de nuevo camino de la estación. David quería que visitáramos la ciudad de Speyer, que está bastante cerca y es una de las más bonitas de esta región. En diez minutos ya estábamos allí, y nos dirigimos por una amplia avenida hasta el centro de la localidad, tras un buen paseo. Ya empezaba a caer la noche, y eso que eran solo las seis de la tarde.



Espire es una ciudad del estado federado alemán de Renania-Palatinado. Cuenta con unos cincuenta mil habitantes y está localizada al lado del río Rin. Fue fundada por los romanos, lo que la convierte en una de las ciudades más antiguas de Alemania. Está dominada por la Catedral de Speyer (nombre en alemán), numerosas iglesias (a cual más imponente y bonita) y la Puerta Vieja, por la que penetramos en la avenida principal, que además es peatonal. Nos tomamos un café en una terraza y continuamos la visita. Al ser ya de noche, no pudimos admirar con detalle todos los elementos de la misma, ni tampoco la Catedral, que es donde acaba o comienza dicha avenida.



Buscamos un lugar donde cenar, ya que aquí se hace muy pronto, y tomamos asiento en una mesa de uno de los mejores restaurantes de la localidad. Solo pedimos unas ensaladas muy completas, (ya que los bocadillos de jamón que traíamos de España nos habían satisfecho por completo) que estaban exquisitas, y unas cervezas, y disfrutamos de la cena y de la compañía en ese lugar tan acogedor.



De nuevo de vuelta a Schiffersatd, donde paramos en el bar de la estación, ya que David había quedado con sus compañeros y amigos, para presentárnoslos y tomarnos algo juntos. Aún no había mucha gente en el local: un par de portugueses y algún parroquiano. Nos sentamos en una mesa para ocho y pedimos unas cervezas. Al momento llegó Javi, un valenciano que lleva trabajando en la empresa Heberger unos cuantos meses. Tras la presentación y las palabras de agradecimiento que le dedicamos por esa acogida tan calurosa que había recibido David en su llegada por su parte, nos pedimos otra cerveza y la disfrutamos entre una conversación muy entretenida. Un poco más tarde apareció Manuel, durqueño de dura cepa, con una sonrisa amplia, y de nuevo las presentaciones y más palabras de agradecimiento. Pasamos más de dos horas entre casque, cervezas, cigarros, (se puede fumar dentro de ese bar) y risas, aunque se enfadaron por lo que había hecho; pagar toda la cuenta yo. Nos despedimos hasta el día siguiente. Casi con tres litros de cerveza en el cuerpo, nos fuimos contentos al hotel, y yo feliz por ver cómo mi hijo había encontrado muy buena gente y se llevara bien con todo el mundo. Parecía media noche, cuando apenas eran las diez y media. Nos fuimos a nuestras respectivas habitaciones y… a descansar, que el día había sido muy largo, pero, ¡cómo había merecido la pena!



Sábado, 29 de febrero


Tras el merecido descanso en una cama comodísima, con las primeras claras del día estábamos ya despiertos; serían las siete de la mañana. Mientras nos duchamos y nos vestimos, dio tiempo a que David y Helena, que llevaban despiertos desde las seis, se presentaran en nuestra habitación para ir a desayunar juntos.

El comedor del desayuno era muy bonito y te ofrecían de todo para tomar. Nos metimos entre pecho y espalda un zumo, un café, fruta, huevos cocidos y panes muy ricos con todo tipo de embutidos y quesos. No había casi nada dulce, solo una tarta de queso, de la que Fabi dio buena cuenta. Ya con las pilas bien cargadas y, tras ir al servicio y cepillarnos los dientes, emprendimos camino a la estación, que hoy tocaba visitar una de las ciudades más bonitas de Alemania: Heidelberg.



David sacó cuatro billetes de día completo para la ciudad, y esperando nuestro tren, pasó uno lleno de aficionados del equipo de fútbol Kaiserlauten FCK, que ese día jugaba contra el equipo de Mannheim en un duelo de rivalidad regional. Menos mal que nosotros no nos montábamos en ese, porque entre el vestuario y pinturas que llevaban y los gritos que iban dando, asustaba un poco.



Pudimos comprobar que se trata de la afición más violenta de toda Alemania cuando al llegar a una estación cercana al estadio, había más de cien policías antidisturbios repartidos por toda la zona, y tenían a la afición controlada bajo un puente, del que salía un ruido ensordecedor. Sentimos un poco de miedo.



A las diez, ya estábamos en Heidelberg. Nada más salir vimos el factor común de todas las estaciones: miles de bicicletas, que es el medio de transporte que utilizan la mayoría de los alemanes para desplazarse por las ciudades.



Es una ciudad situada en el valle del río Neckar. Es famosa por su centro histórico, con el palacio de Heidelberg, y la universidad más antigua del país, por lo que es un importante destino turístico. Tiene unos 150000 habitantes, muchos de ellos universitarios llegados de todas las partes del mundo.



Tras recoger un plano turístico y preguntar por cómo se llegaba al centro histórico, nos dijeron que solo siguiéramos el recorrido de las vías del tranvía, que desembocaban en la Plaza Bismark, centro neurálgico de los medios de transporte, así que comenzamos a andar. Al pasar por un supermercado Kauflan entraron Fabi y Helena a comprar agua sin gas (¡cuidado con la manía de la gente de beber agua con gas!). Mientras, David y yo nos quedamos en la puerta fumándonos un cigarro, pero al ver que no salían, entramos a buscarlas. Se trataba de un supermercado a lo bestia, y yo me comía con los ojos los precios y las ofertas. Puedo asegurar que los precios son muy parecidos a los de España, y sé de lo que hablo porque el que hace las compras en casa soy yo (bueno, siempre me acompaña Fabi). No las encontrábamos, pero lo que sí que encontramos fue las máquinas donde se depositan envases de todo tipo, a cambio de un dinerillo. David me estuvo explicando cómo es el sistema de reciclaje en este país, y le dije que deberíamos copiarlo ya. Al final nos llamaron por teléfono las mujeres, ya que ellas habían salido, y quedamos en la puerta.



Reanudamos la marcha por esa amplia avenida salpicada de comercios y puestos de todo tipo; como el de las flores, donde Fabi se paró a contemplarlas, cuando después de media hora llegamos a la Hauptstrasse.



No hacía falta anunciar que esta era la calle de entrada al centro histórico; la multitud lo delataba. Esta calle se extiende desde el centro de la ciudad moderna (la plaza Bismark) hasta el corazón de la ciudad antigua; la plaza del Mercado. Los bellos y coloridos edificios de estilo barroco, y la gran animación de tiendas y establecimientos, convierten a este paseo en uno de los más turísticos de Alemania.



Era la hora del café, y entramos en una cafetería-confitería que tenía una pinta buenísima. Nos pedimos unos cafés y unos dulces e hicimos un breve descanso antes de seguir con la visita.



En la Plaza del Mercado hicimos la visita a la Iglesia del Espíritu Santo, la más antigua de Heidelberg, e hicimos fotos del Ayuntamiento y de la bellísima Casa Zum Ritter o Casa del Caballero, uno de los pocos edificios que quedan tras de la destrucción de la ciudad en 1622.



Seguimos caminando por este paseo, de más de un kilómetro, hasta la Karlplatz, desde donde se tiene una magnífica panorámica del Castillo, además de encontrarse en ella la Academia de las Ciencias. La visita del castillo, aunque imprescindible, la hemos dejado para otro viaje, ya que nos hubiera llevado toda la mañana. Aún así, las distintas vistas de él son impresionantes.



Si querer, nos desviamos y perdí la orientación, así que nos fuimos directos al río Neckar para poder localizar el Puente Viejo, ya que allí se encontraba otro de los imprescindibles de la ciudad; el histórico Puente de Carlos Teodoro y la Puerta de Carlos.



Junto a la entrada, se encuentra otro de los iconos de la ciudad, la escultura conocida como el Mono del Puente, instalada en la década de los setenta y que, según cuentan, si lo tocas volverás a la ciudad.



Cruzando el puente se puede acceder a los Miradores de los Filósofos por el paseo que tiene el mismo nombre. Hoy tampoco haríamos ese recorrido, así que ya son dos cosas pendientes las que nos quedan por hacer en esta bella ciudad romántica.



Anduvimos durante un ratillo por el paseo del río, y sin querer nos topamos con los muros de la Universidad. Buscamos la entrada y pasamos a los jardines. De pronto nos llamó la atención la cantidad de gente, casi toda joven que entraba en un edificio y que sacaban comida y bebida. Fuimos a oler y nos dimos cuenta que era el comedor universitario.



Había un gran bufé del que te servías lo que quisieras y después pasabas por las cajas a que te pesaran la comida y así pagar. Estos tres se negaban a entrar porque decían que era solo para universitarios, pero al ver yo gente de otra edad, les dije que pasaría a ver lo que pasaba, y con el carné de profesor en la mano. Me serví un buen plato de cosas con un aspecto magnífico y me fui a la caja a que me lo pesaran. Utilizando el inglés le pregunté a la cajera que si yo podía comer allí, y al decirme que sí, pagué y les dije a estos que entraran. Hay distintos precios dependiendo de si eres alumno, profesor o externo. Mi plato me costó cinco euros y cuarenta céntimos. Y ya con mi bandeja me fui a pillar mesa para todos. Casi todas eran compartidas, pero había una para cuatro personas cerca de la barra, así que dejé mi bandeja allí y me llegué a por la bebida. Tenía ganas de probar mi alemán, así que le dije al camarero:”Vier grosse biere, bite” (cuatro cervezas grandes, por favor). Como la pronunciación del cinco es parecida a la del cuatro y tampoco es que yo sea una fiera con el alemán, me preguntó que cuántas, y entones, sin querer dije: “four, cuatro” a lo que el camarero, riéndose me dijo en español señalando los dedos:” ¡uno, dos, tres y cuatro” Pagué las jarras y me las llevé a la mesa, y ya se presentaron ellos con los platos llenicos de comida. Todo estaba riquísimo, y habíamos resuelto el tema del almuerzo de una forma económica y en un lugar encantador. Nos pedimos otra ronda.


Como veíamos que la gente se llevaba las bandejas vacías, me fui con la mía a preguntar dónde se depositaban. Otra vez le pregunté al mismo camarero esta vez en inglés, y en un perfecto castellano me dio las indicaciones. Ya no me quedó más remedio que preguntarle y me dijo que era español y que trabajaba y estudiaba allí. Como había salido un poco el sol, decidimos tomarnos otra cerveza en el patio, pero esta vez quería que me recomendara el camarero alguna. Me respondió que a él no le gustaba la cerveza (que también tiene cojones que en este país no te guste), pero me dijo que allí se pedía una natural que se hacía en la ciudad. La probamos, y estaba riquísima.



Seguimos descubriendo rincones muy bonitos de la ciudad y paramos a tomarnos un café en una terraza muy típica y animada. Nada más pedir, empezó a llover y tuvimos que trasladarnos a una mesa con sombrilla.



Ya solo nos quedaba desandar el camino hacia la estación, otra media hora de paseo a buen ritmo, y tomamos el tren de las cuatro con destino a Schifferstad. Llegamos sobre las cinco, y camino del hotel nos cayó un chaparrón; nos pusimos chorreando. Nos dimos un par de horas de descanso y para poder secar la ropa en los radiadores de la habitación.



A las siete y media vino David a decirnos que nos preparáramos para la cena. Aún seguía chispeando, pero como el restaurante estaba cerca, no hubo problema. Ya David nos había avisado de que los platos en este italiano eran enormes, pero jamás pensé que lo fueran tanto. Tras diez minutos de espera, nos asignaron una mesa y pedimos la comida, más una ensalada completa que asustaba de lo grande que era nada más verla. Fue imposible acabar con tanta comida, y hasta una calzone nos la dieron en una caja para llevar, que más tarde se la regalaríamos a Manuel.



Hoy jugaba el Granada e íbamos a ir a verlo a la estación en la tablet de Manuel. Casi llegamos con el partido empezado, pero tuvimos que ver quince minutos en el móvil de Eva, otro de los compañeros de David. Hoy el bar de la estación parecía un pub con las luces y la música tan alta. Fabi y Helena se sentaron al lado de Javi, y al final nosotros conseguimos poner el fútbol. Fueron dos horas de charla, de cervezas, de risas… y eso que nuestro equipo empató.

Nos fuimos a la cama a las doce y media bastante contentos.


Domingo, 1 de marzo


Tras un buen desayuno nos fuimos directos a la estación a seguir las visitas. Hoy le pedí a David que me dejara sacar los billetes a mí de la máquina; realmente era fácil. Compramos un billete de día completo para ir a Mannheim, de la que nos separaban apenas veinte minutos.



La estación o “der Bahnhof” (en alemán) de esta ciudad es enorme y tiene un centro comercial dentro, pero nosotros lo que queríamos era ver qué nos ofrecía en cuanto a cultura y turismo, así que salimos rápido a buscar la oficina de información turística, que por ser domingo estaba cerrada. No me quedó más remedio que tirar de mis propios recursos, sacados de las lecturas previas a las ciudades que voy a visitar.



Mannheim es una ciudad que se encuentra en el suroeste de Alemania y que cuenta con una población de más de 300000 habitantes. Está situada en la confluencia de los ríos Neckar y Rin, y este último la separa de la ciudad de ludwigshafen, (que es donde viene David tres día
s en semana a estudiar alemán). Mannheim es inusual entre las ciudades alemanas, ya que sus calles y avenidas están distribuidas en un patrón de cuadrícula, que ha hecho que los alemanes la conozcan como la Ciudad de los Cuadrados. Durante la segunda guerra mundial fue bombardeada brutalmente, por lo que apenas queda nada de su casco antiguo. Solo el Palacio de Mannheim, que ahora alberga la famosa Universidad de la ciudad, la Torre del Agua, alguna iglesia y fachadas que se salvaron de los bombardeos.



Por una amplia avenida, nos dirigimos a la Torre del Agua, aunque antes paramos en una iglesia y la visitamos por dentro. La Torre del Agua o Wasserturm con su diseño barroco y su ubicación central es el emblema de la ciudad. Según llegamos, a izquierda y derecha se abren las avenidas más imponentes de la ciudad. Después de las fotos, tomamos la de la derecha, llegando hasta el Planetario, tras media hora de caminata en línea recta.



Muy cerca de él se encontraba la actividad central de la mañana; Luisenpark. Se trata de un parque de 41 hectáreas con multitud de actividades para realizar en él, aparte de los recorridos que puedes hacer. Tiene dentro un invernadero, un pequeño zoo, un mariposario, un acuario, animales en libertad, un jardín chino, un lago y decenas de parques infantiles. No me extraña que tuviéramos que pagar 8 euros por la entrada, dado el buen cuidado y todo lo que tiene dentro. De hecho es la afición preferida de las familias de la ciudad; venir a pasar el día aquí. El parque está administrado por una empresa sin ánimo de lucro y data de principios de 1900.



Iniciamos el recorrido recomendado en el plano del parque y no sabías hacia dónde mirar de la belleza del mismo. En el restaurante del Jardín Chino hicimos una parada para tomar café. ¡Cómo nos reímos con los dichosos cuencos en que trajeron el té!




Continuamos deleitándonos con el recorrido y al llegar a un parque infantil con muchas atracciones, Helena se atrevió a montarse en una colchoneta elástica y dar algunos saltos.



El plato fuerte del parque, para mi gusto, es el invernadero con plantas de todo el mundo, el mariposario y el acuario, donde pasamos casi media hora.



Seguimos paseando hasta completar el recorrido no sin antes tumbarnos, cual alemanes, en las hamacas para tomar el sol.



Llevábamos más de dos horas caminando. Así que al salir del parque decidimos coger el tranvía para que nos acercara al centro de la ciudad y tener otra perspectiva de la misma desde este medio de transporte.



Ya era la hora del almuerzo y, buscando por internet, dimos con un restaurante de comida alemana a buen precio. Dejándonos llevar por el móvil, llegamos al mismo y entramos. Aún quedaba alguna mesa libre, así que no hubo problema en tomar asiento. Pedimos unas buenas cervezas y salchichas alemanas de dos clases, que venían acompañadas de patatas, col fermentada y ensalada. Salimos muy satisfechos del restaurante.




La estación central no pillaba muy lejos, así que fuimos dando un pequeño paseo hasta ella y tomamos el tren con dirección a Speyer, que queríamos visitar al completo con luz del día y tomar café en la cafetería en la que Javi y David toman el desayuno los domingos tras venir caminado desde Schifferstad; más de doce kilómetros. De ella se dice que es una de las ciudades más bonitas y antiguas de Alemania, de lo cual doy fe.



Llegando a Speyer, es como que todas las calles nos dirigen a la Catedral, y la misma se puede reconocer desde distintos puntos de la ciudad debido a su altura y su dimensión.



Entramos en la ciudad antigua por el Altpoertel o Pórtico Antiguo de la ciudad. La torre es una de las 68 torres que se encontraban rodeando la ciudad en las antiguas murallas que la rodeaban. Construida entre 1230 y 1250 es la más grande de las 68 y la más representativa, con sus 55 metros de altura, hoy en medio de la ciudad, como estandarte de la época medieval.



Iniciando ya nuestro recorrido por la calle principal de Speyer donde se encuentran todas sus coloridas tiendas y demás iglesias, llegamos a la estatua de Jakobspilger que significa Peregrino del Camino de Santiago, una enorme estatua de bronce. En tiempos medievales un sinfín de peregrinos iniciaban el peregrinaje desde aquí a Santiago de Compostela, y esta obra es un homenaje a todos ellos.





Speyer es una ciudad que se encuentra en el estado de Renania – Palatinado y su importancia histórica se encuentra en su catedral, que es la más grande del estilo romántico y que fue construida desde 1030 a 1124. Hoy representa al Sacro Imperio Romano-Germánico y en sus criptas descansan ocho emperadores de ese tiempo. Speyer es una de las ciudades más antiguas de Alemania. Me pareció casi más interesante por fuera que por dentro la catedral.



Saliendo, al costado de la iglesia, se encuentra la capilla dedicada a San Miguel Arcángel, la cual se encuentra en el subsuelo de una obra de arte que representa el Huerto de los Olivos. Es una escultura que destruida en 1689 en un gran incendio, fue luego reconstruida con un techo protector.



A 50 metros de la Catedral, se encuentra el museo de la Historia del Palatinado, que es uno de los más importantes de Alemania, con más de un millón de objetos y también sede de otras importantes exposiciones. 



Speyer cuenta con más de 20 Iglesias y Capillas, por lo que es imposible visitarlas todas en el mismo día. Aunque entramos en una de una belleza singular en su interior, otra de las que más llaman la atención es la bellísima iglesia evangélica-luterana de estilo neogótico Gedächtniskirche der Protestation, más conocida como Gedächtniskirche. Construida en 1529 con su torre de 100 metros de alto, que se impone como una de las más altas de Alemania.



Otro de los máximos atractivos de la ciudad es el Museo Técnico de Speyer. Destino obligado para los amantes de la aeronáutica y el automovilismo. Los ejemplos  expuestos son innumerables y de todas clases y áreas: ferrocarril, coches, camiones motocicletas, aviones, embarcaciones, submarinos y hasta el transbordador soviético Bujan y una cápsula Soyuz. Son unos 20 euros la entrada, pero hay entretenimiento para rato.





Nosotros solo lo vimos por fuera, ya que se necesita al menos medio día para una visita por encima, pero desde el exterior, ya se ven algunas de las atracciones que encontrarás dentro. Había mucho tipo de atracciones, que por un euro hacen el deleite de los más pequeños, y de los de mayores. Helena se tiró por una atracción de agua que hacía que durante un segundo volaras.




Me he venido enamorado de esta ciudad; no me extraña que mi hijo vaya a Speyer tantas veces. Tiene vida propia, y los fines de semana se llena de turistas. Nos ha quedado muchísimo por visitar, pero es que en sí, sin entrar en ningún sitio, ya la ciudad te deja sin sentido, de lo bonita que es.



Cuando estaba empezando a oscurecer, pusimos rumbo a la estación, y en menos de veinte minutos ya estábamos en el hotel, después de haber recorrido hoy más de 18 kilómetros andando. Tocaba descansar un poco y nos dimos hora y media.

De nuevo fuimos a cenar al Remini, el restaurante italiano. Aunque antes nos llegamos a un bar de turcos con muchas pantallas para asegurarnos de que iban a dar el partido de fútbol entre el Madrid y el Barcelona.



Hoy no íbamos a cometer el mismo error de la noche anterior y nos pedimos cada uno una pizza pequeña y Helena unos espaguetis a la Boloñesa. Como no entendíamos algunos de los ingredientes de la enorme carta, Helena, tirando de su experiencia con el idioma, estuvo hablando un rato en italiano con el dueño del local y nos lo aclaró todo. Hasta el dueño le preguntó que si era italiana. La comida estaba exquisita. Mientras ponían el postre: un tiramisú enorme, yo me salí a la calle a fumarme un cigarro. David salió al momento a acompañarme y como estábamos hablando, un cliente del restaurante junto a su amigo, nos preguntó que si éramos españoles. Él también lo era, además, de Jerez de la Frontera, aunque toda su vida la hubiera pasado en Alemania. Entraron a preguntar si echaban el fútbol allí.

Pagamos la cuenta y nos fuimos al bar, que se hallaba bastante cerca. Ya estaba casi lleno de turcos, que es la comunidad más importante en Alemania, y tuvimos que apañarnos viéndolo cada uno en una pantalla distinta. Además de cachimbas, en el local se podía fumar, así que aquello parecía un día de niebla. Vimos y comentamos el partido, charlamos un buen rato, nos tomamos unas cuantas cervezas y nos reímos un montón.



Hoy la vuelta al hotel la hicimos más en silencio; esta era nuestra última noche.


Lunes, 2 de marzo


Como si nos fuéramos a quedar dormidos, esa noche dejamos la persiana levantada, así que con las primeras luces del alba teníamos los ojos abiertos. Nos duchamos y estábamos preparados para desearle suerte a David en su entrevista de trabajo. A mí, desgraciadamente, me pilló en el baño y ni siquiera lo vi.

A las ocho y cinco bajamos a desayunar Helena, Fabi y yo. Se notaba en el ambiente la tristeza que se estaba apoderando de nosotros. Subimos a hacer el equipaje y a las nueve dejamos las llaves en la recepción. Nos fuimos directos a la estación a esperar a que David saliera de la reunión, ya que las oficinas de la empresa dan justo enfrente de ella.



Yo me dediqué a pasear, mientras que Fabi y Helena se sentaron en la escalera de entrada tomando los pocos rayos de sol que asomaban entre las nubes.

Tras más de cuarenta minutos de espera, salió David acompañado de Mayte (una trabajadora también de Dúrcal, que sirve como enlace entre los trabajadores españoles y la empresa). Estábamos ansiosos por el resultado de la reunión y tras las presentaciones Mayte tomó la palabra y nos dijo que todo había salido perfecto, ya que le habían concedido un ausbildung (una formación dual; es decir estudiar y trabajar a la vez en la empresa). Nos dio la enhorabuena porque, según ella, era lo mejor que podía pasar y que le abrían a nuestro hijo las puertas a un buen trabajo y perspectivas de ascenso tanto dentro como fuera de Alemania. Nos habló de las condiciones del contrato, pero como teníamos que soltar las mochilas en la habitación de David, para nos arrastrarlas las horas que aún nos quedaban allí, él y yo nos fuimos a llevarlas. Lo que aproveché para que me dijera qué le había parecido a él. Me contó que era ideal, pero que hubiera preferido ponerse ya a trabajar y ganar más dinero. Le dije que por eso no se preocupara, que si por algún motivo necesitara algo, nosotros, encantados, le ayudaríamos.

Acompañamos a Mayte hasta una panadería-cafetería, ya que tenía que comprar el pan, y David, desayunar. Estuvimos halando un buen rato con ella Fabi y yo durante el camino y a mí me convenció por completo de que ese era el mejor paso que podía dar David, así como que esto era algo excepcional en la empresa y que David se lo había ganado a pulso en las prácticas y en el aprendizaje del idioma.

Nos tomamos el café hablando todos del tema de la reunión y ya tomamos el camino a la estación para recoger las mochilas. Estuvimos un rato en la habitación; Fabi, como buena madre, dándole los últimos consejos a su hijo, y ya nos acompañó hasta la estación, donde nos tomamos nuestra última cerveza Eichbaum. Fue una despedida agridulce; felices por haber estado tres días juntos, por la acogida y amistades de David desde el primer día, por lo bonito del lugar y la tranquilidad y seguridad que transmite, por las expectativas de futuro de nuestro hijo, por verlo a él feliz; tristes, por dejar allí a un ser tan querido. Fabi no pudo resistirse y derramó muchas lágrimas; los demás nos las estábamos tragando.



El viaje de vuelta transcurrió sin ningún problema, y tras dos trenes y un avión, a las seis y media estábamos de vuelta en Málaga. Dejamos a Helena a las ocho y a nosotros nos esperaba Bonica, que se puso nerviosísima cuando nos vio.

               
Este no era un viaje turístico, sino para ver dónde, cómo y con quién estaba nuestro hijo en Alemania. Pero él, sabiendo lo que me gusta conocer lugares nuevos y aprender de sus costumbres, se ha prestado a hacer de guía en estos días, lo cual se lo agradezco de corazón. Aunque con su sola presencia, nos hubiéramos dado por satisfechos. ¡Tenía tantas ganas de tomarme unas cervezas con él, de charlar, de reírme a su lado! Han sido unos días magníficos, extraordinarios, que nos han llenado de David hasta la próxima vez que nos veamos, que será en breve. Gracias por todo lo que me has enseñado de cómo es la vida en Alemania; te juro que nos venimos mucho más tranquilos. Me ha encantado esta región de Alemania: su tranquilidad, su orden, su limpieza, sus medios de transporte, por supuesto sus cervezas, su historia, sus ciudades, su idioma, sus costumbres, su hospitalidad. No tardaremos mucho en viajar de nuevo allí y seguir conociéndola.



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