De nuevo, visitar a Víctor y Aroa era el motivo de este viaje, esta vez, por tierras africanas. Con los nervios típicos, la noche del veintinueve revisamos todo el equipaje y nos acostamos para descansar algo, que no para dormir, porque a las cinco de la mañana ya estábamos levantados ultimando todos los detalles para estar a las seis y media en la estación de autobuses.
Esa misma noche habíamos empezado a tomar las pastillas de la malaria (¡maldita la hora!), y aunque a Fabi no le ocurrió nada, a David le entró diarrea y a mí un dolor fuerte de estómago. En un principio, lo achacamos a los nervios, pero conforme pasaba el día, los síntomas empeoraban. Por lo que leímos el prospecto, y ya sí estábamos seguros de que eran las causantes del malestar, que duró dos días; lo que nos privó de beber y comer, y tener que visitar frecuentemente el servicio. Ya no tomamos ninguna dosis más.
A las siete menos cinco nos subimos al autobús, y viendo que los padres de Aroa no aparecían, los llamamos por teléfono. Creían que el autobús salía a las siete y media; así que lo perdieron (también tiene cojones). Tuvieron que coger un taxi, que los acercó hasta Despeñaperros, que era donde el autobús hace la parada de descanso; ya todos nos tranquilizamos.
Volamos con la compañía Emirates a Johanesburgo, vía Dubai, ; los dos vuelos fueron de maravilla. Y aunque cada uno duraba ocho horas, éstas las pasamos entretenidos viendo películas y disfrutando de las comidas y bebidas que te ofrecían durante el vuelo. La escala se hizo muy corta porque con solo visitar el aeropuerto, uno de los más modernos y lujosos del mundo, se pasaron las tres horas volando.
A las diez y media, tras veintinueve horas de viaje, y después de pasar todos los controles, incluido el de la temperatura por el ébola, salimos del aeropuerto, donde con una sonrisa y mucha emoción, nos esperaban Víctor y Aroa que acababan de aterrizar una hora antes. Asomaron algunas lágrimas entre los besos y abrazos, pero eran de alegría. ¡Por fin pisamos suelo sudafricano, por fin estábamos con nuestros seres queridos!
DESTINO: NELSPRUIT
Fuimos directos a recoger el coche que habían alquilado; una Hyundai HI totalmente nueva para ocho pasajeros y un amplio maletero, de color blanco como son el noventa por ciento de los vehículos en Sudáfrica.
Cargamos el equipaje y empezó nuestra aventura de recorrer el país de nordeste a suroeste; casi cinco mil kilómetros en once días.
En cuanto a infraestructuras en carreteras, Sudáfrica no tiene nada que envidiarle a España. Lo raro, es la circulación por el lado izquierdo, y tener el volante a la derecha, pero como éstos están ya acostumbrados, no había problema. Víctor iba al volante y transmitía mucha seguridad en la conducción.
El trazado de las carreteras es totalmente recto e íbamos circulando por autovía de peaje, que a veces se convertía en una vía de un solo carril, pero en la que los coches se apartaban al arcén, un poco más ancho de lo normal, en el momento que veían que un vehículo iba más rápido. Nadie se enfada, y facilitan los adelantamientos, aunque nosotros nos acojonábamos al principio. Hay muchos controles de velocidad, pero todos te los avisan con tiempo. El cinturón de seguridad no es obligatorio, aunque nosotros siempre lo llevamos puesto, y esto es debido a que la mayoría de las personas de color viajan hacinadas en los remolques de los coches o en los maleteros. Hacen autoestop en la carretera, y por un módico precio, pueden ir de un sitio a otro.
Después de tres horas, paramos a almorzar en un complejo con varios restaurantes y tiendas, donde tomamos contacto con los primeros animales salvajes, ya que disponían de un pequeño zoo. Nos dejamos recomendar por Víctor y Aroa y comimos filet (una carne muy tierna de ternera) con guarnición y regada con una buenas cervezas, postre y café.
Seguimos tres horas más de viaje hasta llegar a la ciudad de Nelspruit, que era nuestro primer destino, en las inmediaciones del Kruger. La idea era descansar y aprovisionarnos para los tres días siguientes. Paramos en un centro comercial e hicimos una compra importante de víveres; carne, cerveza (ya sé que hay alguien que opinará que nombro mucho esta palabra, pero es que está tan rica una cerveza fresquita...), una nevera, leche, patatas, huevos, embutidos, hielo, verdura, fruta, pan,.., dos carros llenos hasta rebosar.
Las bebidas alcohólicas no se pueden comprar en los supermercados; se compran en las licorerías, aunque este supermercado, al ser tan grande, tenía una al lado. Lo cargamos todo en el coche y buscamos nuestro primer alojamiento; una casa enorme con cuatro dormitorios en un complejo regentado por una pareja de blancos muy amables. Nos acomodamos y preparamos la cena. Salimos al patio a comer, y casi cuando estábamos terminando, se fue la luz durante más de una hora. Este es el motivo de que ellos estén aquí trabajando; hacer una planta solar porque no hay suficiente electricidad en el país para abastecer tanta demanda eléctrica. Fue divertido, y les conté el chiste de las papas y de las velas. Nos teníamos que acostar pronto porque todos estábamos cansados, y a la mañana siguiente tocaba diana a las seis, así que casi a oscuras, nos fuimos a la cama a las diez, justo antes de que viniera la luz y tuviéramos que levantarnos a apagar todas las que habíamos dejado encendidas.
A las seis y media teníamos preparado el desayuno en la mesa por gentileza de la casa. Recogimos todo, cargamos el coche, y en una hora y media estábamos a las puertas del parque rellenando todo el formulario para entrar.
TRES DÍAS DE SAFARI EN EL PARQUE KRUGER Y LA PANORAMA ROUTE
Solo hemos recorrido una cuarta parte del parque, ya que tiene una extensión parecida a Escocia. Abre a las seis de la mañana, y a las seis de la tarde no puede haber nadie circulando por él. O sales, que era nuestro caso, o vas a uno de los numerosos campamentos, de los que dispone, a dormir. De todas formas tienes que pagar la entrada, que cada día era de unos veinte euros por persona. Los parques de animales de Sudáfrica son distintos a los del resto de África. Te dan la opción de entrar con tu propio coche y recorrerlos por carreteras asfaltadas o por caminos en muy buen estado.
Hay ocho puertas de entrada en el parque, pero por cercanía, decidimos entrar hoy por la Malelane Gate.
A las nueve estábamos rellenando todo el papeleo y pagando la entrada. Ya, nos subimos en el coche dispuestos a empezar nuestra aventura. En la puerta tenías que enseñar la documentación y te daban las normas del parque; no bajarse nunca del vehículo, respetar las limitaciones de velocidad, no arrojar nada por las ventanillas y no consumir alcohol, entre otras. Revisaron el coche por dentro y nos pidieron abrir el maletero. Llevábamos una nevera llena de cervezas entre dos bolsas de hielo (menos mal que no descubrieron las otras cien que llevábamos tapadas con las maletas), y nos prohibieron el paso. Víctor intentó explicarles que eran para la noche, que íbamos a salir del parque en busca de nuestro alojamiento y que no pensábamos tomárnoslas allí dentro. Por más que insistía, el guarda nos dijo que teníamos que deshacernos de ellas. Había un grupo de taxistas que estaban soltando personas, así que Víctor, a la vista del vigilante, les regaló unas cuantas y las demás las metimos en las mochilas de mano. Volvimos a la entrada y otra vez nos abrieron el maletero y la nevera, y al comprobar que iba vacía, nos permitieron entrar.¡Empezaba la aventura!
No tardamos ni diez minutos en ver nuestros primeros animales; eran impalas comiendo tranquilamente. Casi los podíamos tocar, y nos recreamos con ellos.
Continuamos nuestro camino comentando nuestra suerte, cuando a lo lejos, vimos un rinoceronte, y después otro. No parábamos de hacer fotos.
Continuamos nuestra marcha por un camino de tierra, pero conforme avanza el día, muchos animales se refugian en las sombras de los árboles y era más difícil verlos, salvo a los impalas y a los kudus ( los cuernos de este animal son el símbolo de todos los parques de Sudáfrica), que están por todas partes.
Buscamos en el mapa una zona de picnic, en este caso Asfaal, y allí que nos dirigimos para tomarnos los bocadillos que habíamos preparado. Estas zonas están muy bien dotadas. Puedes encender una barbacoa en las zonas habilitadas para ello, disponen de servicios, tienda- cafetería y mesas bajo las sombras de los árboles. Había bastantes personas almorzando allí, al igual que muchos monos a la espera de que te despistaras y robarte la comida. Fue muy divertido comer rodeado de monos, de pájaros azules, y de otros de pico amarillo, más grandes de lo normal. Víctor no tenía más ganas de comer, así que empezó a jugar con los monos y con los pájaros, y les lanzaba trozos de pan. Cuando mejor nos lo estábamos pasando, y casi tenía amaestrado a un mono y a un pájaro, que cogía el pan al vuelo, vino una "esgraciá" a decirnos que lo que estábamos haciendo estaba prohibido y que nos podía caer una multa de ciento cincuenta dólares. Como la tía no tenía muy buena pinta, y se fue a la tienda, pensamos que podía avisar a los forestales y salimos echando mierda de allí entre risas.
Tomamos un camino de tierra, pero nos tiramos mucho tiempo sin ver nada que llamara la atención, y eso que éramos siete pares de ojos escudriñándolo todo. Como eran las tres de la tarde, y estábamos cerca de Numbi Gate, decidimos salir del parque por aquí y hacer la Panorama Route.
La Panorama Route es otro de los imprescindibles en Sudáfrica, que se extiende por más de trecientos kilómetros por el norte del país, haciendo frontera ya con Zimbabwe. Es un recorrido diferente, que sube hasta las montañas. Después de pasar por algunas ciudades y por unas carreteras llenas de curvas, llegamos a nuestro primer destino: la Ventana de Dios. Hay que pagar tres euros por entrar a disfrutar las vistas de cada una de estas maravillas de la naturaleza, pero juro que merecen la pena. Después de una buena caminata en ascenso, llegas a un mirador con unas vistas espectaculares de todo el valle que habíamos atravesado. Se encuentra protegido por vallas porque hay un precipicio de cientos de metros. Nos hicimos las fotos de rigor entre la multitud de escolares que estaban de excursión por estos lares, todos tan uniformados y tan guapos. Había una roca que daba justo al vacío y Víctor y David querían hacerse fotos allí, así que con el miedo en el cuerpo me fui para no verlos.
Continuamos el recorrido entre valles y montañas para ir a ver la Berlin Falls, una cascada impresionante, también previo pago. La verdad es que estos parajes se encuentran muy limpios y cuidados.
Más fotos, y más fotos, y aquí tuvimos que tomar la decisión de volver hacia el sur en busca de nuestro alojamiento o seguir un poco más y ver la parte más bonita de toda la ruta. Yo les dije que regresáramos porque sabía que estábamos muy lejos, pero al final, se decidió llegar hasta Bourke´s Luck Potholes, y juro que mereció la pena; es la joya de esta ruta. Previo pago de la entrada por persona y por coche,(¡que también tiene cojones!).
Un camino bien señalizado te conduce hasta las pozas, y se disfruta de una maravillosa vista del conjunto, con el río, los puentes, el cañón y las pozas. Otra vez miles de fotos.
Como casi eran las seis, y estaban a punto de cerrar el parque, nos dirigimos al aparcamiento que estaba cerca de la zona de picnic, donde cientos de estudiantes de color disfrutaban de una barbacoa gigante.
A nosotros se nos despertó el apetito, así que en el coche tuvimos que abrir unas bolsas de patatas y algún paquete de galletas Tanto Víctor como Aroa no paraban de soltar las manos del volante, bien para comer, para beber, para tomar mate...(¡la madre que los parío!).
Pusimos el gps, y decía que faltaban tres horas y media para nuestro destino, así que llegaríamos bien entrada la noche. Como había oscurecido, estos trescientos cincuenta kilómetros se hicieron interminables. Llegamos a Marloth Park, (un parque privado junto al kruger, totalmente vallado y con una sola puerta de acceso controlada por cuatro guardas) a las nueve y media. Les preguntamos por la dirección de nuestra casa, pero no tenían ni idea, ya que había más de trescientas viviendas dentro del parque. Después de perdernos varias veces por unos caminos no en muy buen estado, dimos por fin con la vivienda. Allí nos estaba esperando nuestro casero, un joven negro que vivía en una casita pegada a la nuestra. Con una sonrisa amplia y con toda la amabilidad del mundo, nos enseñó nuestro chalé, porque eso no era otra cosa. ¡Qué maravilla de alojamiento!
Ahora entiendo que la puntuación en Booking fuera de un 9,5. No faltaba detalle: piscina, patio, barbacoas, dormitorios de lujo con baño dentro y vistas al río, cocina totalmente equipada ( hasta había una máquina de hacer hielo), amplio salón, una parcela de miles de metros vallada, miradores... Nos quedamos sin palabras; parecíamos ricos de verdad. Antes de irse, nos indicó dónde estaba el botón del pánico por si nos asustábamos. Yo me lo tomé a broma, pero era cierto, y si llamábamos, en cuestión de dos o tres minutos llegarían los guardas del parque a tranquilizarnos.
Lo recomiendo cien por cien.
Cuando estábamos colocando las cosas, se escucharon unos ruidos muy fuertes en el río y nos asomamos a ver lo que era. ¡Había una manada de elefantes, a veinte metros, bebiendo agua! Nos asustamos, pero había una doble valla que nos separaba de ellos, una de ellas, la interior, electrificada, así que no había problema. Con la boca abierta, disfrutamos de un momento único. Ya se fueron, y continuamos preparando la cena, pero una voz de David nos advirtió que teníamos tres jirafas en el jardín. Nos lo tomamos a coña, pero al insistir tanto, fuimos a comprobarlo, ¡y era cierto!¡Qué gritos, qué emoción! Aunque también sirvió para empezar a sentir un poco de miedo.
Preparamos una Barbacoa. Bueno, más bien la preparó Paco, el padre de Aroa, verdadero experto en estos menesteres, y cenamos bajo un cielo lleno de estrellas y con la vía láctea de fondo en el patio. Como empezaba a refrescar, las brasas del carbón nos sirvieron para hacer un brasero improvisado, que venía muy bien para calentarse. Y entre risas, los comentarios de un día tan intenso, unas cervezas y algún gintónic, pasamos una velada muy animada.
Fabi no quería acostarse porque David quería irse a pasear y buscar animales por la noche. Nos acostamos, pero hasta que éste no apareció, no pegamos ojo. Solo vio hipopótamos, aunque estaban lejos.
A las cinco y media clareaba el día, así que me levanté a ver amanecer, y me fui al mirador a ver cómo salía el sol. Aún faltaba una hora para que ocurriera, pero lo que vi, fue aún mejor; una manada de facoceros, jabalíes salvajes, se habían acercado a la casa a comer, y estaban tan tranquilos pastando a su antojo. Fui a llamar a todos éstos para que los vieran, cuando de pronto aparecieron impalas y gallinas de guinea por todas partes. Mi primera idea fue quedarnos ese día en la casa, ya que sin movernos de allí, teníamos a los animales. Todos los vieron, pero decidimos irnos otra vez de safari, y las sorpresas que nos esperaban fueron todavía mejores.
A las siete y media, el servicio doméstico apareció. Vinieron el hombre de la noche anterior y una mujer, también de color, a poner en orden la casa. Él se ocupaba del exterior y ella del interior, aunque nosotros ya lo habíamos recogido todo. Nos miraban con cara de sorpresa, como si no dieran crédito a cómo estaba todo de ordenado y limpio. Aún así, con una sonrisa, limpiaban sobre limpio.
Preparamos los bocadillos, y antes de las ocho, ya estábamos rumbo a la Cocrodrile Gate, que se encontraba a media hora de la casa. Cruzamos el río por el puente y paramos, porque a escasos metros había cocodrilos, tortugas e hipopótamos. Como todavía no habíamos llegado a la puerta del parque, nos bajamos del coche para verlos más de cerca y fotografiarlos.
De pronto se acercó un coche con una pareja dentro, y con muchos aspavientos nos dijo que estábamos locos, que estábamos poniendo en peligro nuestras vidas. Era otra "esgraciá", lo mismo que la del día anterior, pero temiendo que denunciara la situación, nos metimos todos en el coche. Otra vez el papeleo, pagar la entrada y revisarnos el coche. Esta vez habíamos sido más inteligentes y llevábamos la nevera llena de hielo y unas botellas de agua, pero las cervezas, escondidas en las mochilas.
Nada más empezar a conducir tuvimos que parar porque todo estaba lleno de jirafas, de fococeros, de cebras, de ñus, de impalas, de kudus, de elefantes. Hoy íbamos en busca de los leones y de los leopardos, que alguien había señalado en el mapa de la entrada del parque.
Para localizar animales hay varias formas, pero la más efectiva, aparte de la vista y la suerte, era parar donde había muchos coches o seguir las indicaciones de algún otro conductor. Cuando se avista algún animal menos común, se lo comunicas a todo el que te encuentras, y de esta forma todos se aprovechan y no se pierde tiempo . Conforme avanzaba el día parece que los bichos desaparecen, y hay muchos momentos que duelen los ojos de fijar tanto la vista. Hoy íbamos a almorzar a Skukuza; el campamento más grande del parque. Es casi como un pueblo, y la verdad es que nos dejó un poco fríos. Había muchísima gente: unos en cabañas y otros tantos en la zona de acampada. Cada vez nos sentíamos más afortunados de no haber escogido dormir en uno de estos campamentos. Cerca de la piscina, sacamos los bocadillos y las cervezas. e improvisamos un almuerzo. Nada más terminar, salimos pitando de este lugar que parecía una feria.
El camino de vuelta lo hicimos por la carretera paralela al río Sabi, y como ya empezaba a caer la tarde estaba todo lleno de animales que se acercaban a beber agua. Cientos de elefantes, cocodrilos, hipopótamos, impalas... Y al ver parados muchos coches sabíamos que había algo distinto. Sobre una roca tumbada se encontraba una leona. Ya solo nos faltaba el leopardo para completar el lote.
Continuamos el camino y aparecieron cientos de monos que no se asustaban de los coches, y que hicieron que cerráramos las ventanillas. Había una mona dando teta a su cría, y formó una cola de vehículos importante porque estaba sentada en medio de la carretera. Hubo también que esquivar impalas, cebras y jirafas, lo que hacía que la circulación fuera muy lenta y temiéramos no salir a tiempo del parque.
Hoy tocaba reponer provisiones, así que nos dirigimos a Komatipoort. Eran las seis de la tarde y los supermercados estaban cerrando. Entramos en un Spar, y, mientras compraban, David y yo fuimos a buscar alguna licorería abierta; todas acababan de cerrar. A partir del sábado no se vende alcohol en Sudáfrica,. Víctor nos comentó que tienen problemas en el país por esta adicción, ya que la gente cuando bebe, no sabe parar y pillan unas cogorzas de campeonato. De ahí la prohibición de su consumo en los parques y reservas naturales. Los lunes, aumentan las ausencias en el trabajo por esta causa hasta límites alarmantes.
Terminamos de hacer las compras y nos fuimos a nuestro chalé, a disfrutar de él. Llegamos con luz del día y vimos un atardecer precioso. A las siete, ya estaba encendida la barbacoa, y cenamos ternera , cordero y pimientos asados con queso dentro. Hoy para no gastar todas las cervezas, yo acompañé a Aroa con un vino tinto exquisito. Otra velada magnífica entre risas y anécdotas.
Esa noche nos fuimos antes a la cama porque queríamos entrar antes en el parque nuestro último día de safari. Al final, entre pitos y flautas, volvimos a salir a las ocho y media, aunque lleváramos levantados desde las seis de la mañana, pero es que era tan agradable el lugar, que daba pereza dejarlo.
Nada más entrar, en el parque un coche nos avisó que a pocos metros había un rinoceronte cerca del camino. Lo divisamos a lo lejos y nos quedamos helados. Fuimos aproximándonos despacio para que no se espantara, y nos permitió estar a tres metros de él. ¡Qué bicharraco, Dios mío! Se nos quedó mirando largo rato y asustaba que fuera a embestirnos. Tras cinco minutos, echó a andar y cruzó justo delante del coche. ¡Solo nos faltó tocarlo!
Con una sonrisa de satisfacción, reanudamos la marcha y pasamos la información a los coches que nos encontramos. Otro día muy productivo en cuanto a animales, aunque ya ni echábamos fotos. Vimos de nuevo búfalos, y esta vez sí que los teníamos cerca.
Como llevábamos ya tres horas sin parar, buscamos una zona de descanso donde poder parar a mear y echar un cigarro. A cinco kilómetros se encontraba una, y como se veía un camino tranquilo quise conducir un rato y probar el volante a la derecha. Todos los recorridos por el parque los habían hecho Aroa y su padre. Sin bajarnos del coche, me senté al volante y me di cuenta lo difícil que resulta la conducción. Se me perdió varias veces la palanca de las marchas, y sin querer, me iba al lado contrario. Como experiencia estuvo bien, pero yo prefería mi tranquilidad en la ventanilla. El mirador era magnífico, daba sobre un lago lleno de hipopótamos y cocodrilos. Después de ir al servicio, nos sentamos un rato a contemplar los animales con los prismáticos. Gente es igual a monos, así que allí estaban intentando robarte lo que pudieran; nos divertimos un rato.
Continuamos la marcha hasta el próximo picnic, y después de hora y media ya estábamos sacando los bocadillos enormes de tortilla de patatas. El mundo es un pañuelo, y, con lo grande que es el parque, fuimos a encontrarnos con los compañeros de Víctor y Aroa. Estaba Maxí, que es el jefe, dos ingenieros y un capataz. Nos los presentaron, aunque a Maxi ya lo conocíamos de nuestro viaje a Uruguay, y los invitamos a compartir la tortilla, que les encantó. Hablamos de Uruguay, del trabajo, y pasamos un rato muy agradable en su compañía. Como ellos llevaban muchas cervezas, nos regalaron siete, cosa que agradecimos enormemente. Se acabaron las restricciones, y nos las tomamos a su salud en la casa, una vez bien fresquitas.
Un par de kilómetros más allá volvimos a ver coches parados, y nos acercamos. Había un elefante enorme solitario que te miraba desafiante. Nosotros estábamos con la velocidad metida por si acaso. Se dejó echar muchas fotos posando de mil formas diferentes;¡espectacular!
Se echaba la tarde, así que apretamos un poco la marcha. Otra vez estábamos en el río Sabi, y otra vez el desfile de animales, incluida una leona. Esquivando monos e impalas, llegamos a un atasco enorme de coches. Pensábamos que se trataba otra vez de monos en la carretera, pero al preguntar, nos dijeron que se trataba de una pelea entre un león y un hipopótamo. Como pudimos, nos fuimos acercando y los rugidos que se escuchaban ponían los pelos de punta. No llegamos a verlos, pero solo con el ruido te imaginabas la escena.
Más adelante, un coche estaba parado, y un niño nos hacía indicaciones con las manos. ¡Por fin vimos un leopardo! No estaba subido a ningún árbol, (ya nos dolía el cuello a todos de buscarlos en las ramas de todos los árboles) se estaba adentrando en la vegetación. Apenas fueron unos segundos, tan pocos, que ni dio tiempo a echarle una foto, pero lo habíamos conseguido, casi en el último momento; ¡ya estaban the big five, ya podíamos irnos tranquilos del safari! Fue una verdadera suerte verlos todos sin ayuda de ningún guía. Con la alegría en el cuerpo, estábamos llegando a la salida del parque, y otra vez muchos coches parados mirando hacia arriba. Esperábamos ver otro leopardo, pero lo que vimos fue aún más impresionante. En el tronco de un árbol, y pinchado, como si de un gancho se tratara, había un impala del que aún chorreaba la sangre. La imagen era grotesca, pero es ley de vida. Seguro que el leopardo estaba esperando a que todos nos fuéramos para darse su festín.
Con tristeza, salimos por la puerta sabiendo que ya no íbamos a volver. Solo por el safari y la compañía hubiera merecido la pena el viaje.
Llegamos un poco antes a la casa porque habíamos encontrado un atajo entre plataneras que te sacaba casi a las puertas de Marloth Park. Como siempre, nos recibieron los vigilantes con su sonrisa y su saludo militar. Por el camino salieron a recibirnos las jirafas y los facoceros, como dándose cuenta de que era nuestro último día. Vimos el atardecer desde el patio, y una manada de elefantes y un hipopótamo en el río. Como hacía buena temperatura, yo decidí darme un baño en la piscina; me dejaron solo, y eso que el agua estaba templada.
Otra cena a base de barbacoa, otra noche estrellada y una luna llena roja que hizo su aparición sobre el río. Aunque teníamos que madrugar, estuvimos en el patio hasta las once; era una pena abandonar ese lugar.
Esa mañana madrugamos mucho, ya que teníamos por delante mil cuatrocientos kilómetros hasta Kakamas. Lo recogimos todo, lo cargamos en el coche y nos despedimos de nuestro buen amigo haciéndonos una foto con él. Se despidió de cada uno de nosotros dándonos la mano con una leve inclinación de cabeza y una sonrisa. Antes de partir dejé escrita nuestra maravillosa experiencia en la casa y en el Kruger.
1400 KM. CON PARADA EN EL LIONS PARK
A las ocho en punto estábamos saliendo de la casa dirección a Johanesburgo. Después de tres horas de conducción ininterrumpida, paramos en Nelspruit a repostar combustible y poder estirar las piernas. Las gasolineras son una historia aparte. En cada surtidor hay una persona que intenta ganarse tu simpatía y que lo elijas a él para el repostaje. Todo el mundo llena los depósitos, y hasta que no te cabe ni una gota más siguen llenando. Mientras tanto, te limpian los cristales y te preguntan que si quieres que te revisen el agua y el aceite. Normalmente se les da una propina, que te agradecen con una sonrisa.
Aún faltaban otras tres horas para llegar a Johanesburgo, pero como hicimos un recorrido distinto al primer día, se hicieron un poco más llevaderas. El paisaje iba cambiando conforme te aproximabas al centro del país, pero la constante eran prados llenos de vacas campando a su aire. A la una y diez estábamos entrando en Lions Park. Es un parque un tanto singular. Pagamos la entrada y nos dijeron éstos que lo llevábamos todo incluido. No tardaríamos en saber de lo que se trataba. Lo primero que hicimos fue visitar a los leones. Antes de entrar en los recintos donde estos se encuentran, pasas por un control donde te precintan las puertas y ventanas del coche. Semanas antes, murió una mujer desangrada por el zarpazo de un león al sacar el brazo para hacer una foto; esto te acojona un poco, pero es que es más serio de lo que parece. Nos fuimos aproximando a las manadas de leones y sacando fotos desde el coche. Después pasamos al recinto de los perros salvajes, que tenían unos cachorros muy juguetones, y por último, entramos en el de los guepardos, uno de los animales más elegantes y bonitos.
Yo respiré tranquilo nada más salir de allí, y, en cuanto nos quitaron los precintos, abrí la ventanilla para respirar mejor. Ya era hora del almuerzo, así que en el mismo restaurante del parque pedimos la comida. No ocurre como en España que en estos lugares te clavan, los precios eran muy normales, así como la cerveza. Terminando de almorzar se montó un revuelo de trabajadores del parque. Cerca de donde estábamos comiendo se estaba formando un enjambre de abejas, y tuvieron que desalojar algunas mesas. La cuestión era no estar tranquilo en ningún momento.
Visitamos el parque, en el que había hienas, jirafas que se dejaban acariciar, suricatos, servales y todos los animales que habíamos visto en el Kruger, e hicimos cola para las emociones fuertes.
La primera era entrar a tocar los guepardos. En todo momento íbamos acompañados por dos vigilantes del parque que te explicaban cómo y dónde los podías acariciar. Los últimos fuimos Toñi y yo, que nos habíamos negado a hacerlo, pero al estar ya allí dentro y haberlo pagado, hicimos de tripas corazón, y con más miedo que otra cosa, apenas lo rozamos.
Después tocaba entrar en el recinto de los cachorros de león, donde también se encontraba un cachorro de hiena. Que sí, que diréis que son pequeños, pero yo estaba acojonado. Cada vez que intentaba acariciar uno, se me revolvía e intentaba morderme. Estos se partían de risa, cuando yo casi estaba sudando y deseando que acabara ese calvario. A Toñi, la madre de Aroa , un cachorro le mordió en un dedo y le quitó las chanclas y a Fabi le mordieron en la pierna, menos mal que llevaba vaqueros.
A las cuatro ya estábamos otra vez en la carretera, y aunque Víctor llevaba conduciendo cinco horas y media, decidió hacer unos cuantos kilómetros más, que al final fueron seiscientos. Ese día se metió entre pecho y espalda más de mil kilómetros. Conforme nos alejábamos de Johanesburgo, el tráfico iba disminuyendo y cada vez las carreteras eran más rectas y llanas. Se me ocurrió mirar el cuentakilómetros, y nunca bajaba de ciento cincuenta por hora. Había tramos que no nos cruzábamos con nadie. Íbamos charlando y disfrutando del paisaje que cada vez se tornaba más árido. Paramos de nuevo a echar gasolina cuando ya había anochecido, y ahí sí que Víctor permitió que le dieran un relevo y se quedó dormido. Paco llevó el coche unas dos horas y nos llevamos un susto de muerte cuando se salió un poco de la carretera e íbamos todos adormilados. Ya los últimos kilómetros los hizo Aroa, y a las doce y media de la noche llegamos a Kakamas, el pueblo donde viven.
A David fue al que se le hizo el viaje más corto que a ninguno porque se lo tiró prácticamente leyendo. Descargamos el coche, nos tomamos algo ligero y nos fuimos directos a la cama después de ese día maratoniano. Aunque Víctor y Aroa estaban preocupados de cómo nos apañaríamos para dormir todos, se solucionó de forma satisfactoria, aunque la peor parte se la llevaron ellos, que lo hicieron en el salón.
KAKAMAS
A las siete de la mañana ya estábamos despiertos, pero nos quedamos un ratillo más en la cama para no despertar a nadie. En cuanto escuchamos los primeros ruidos, nos levantamos. Habíamos decidido desayunar fuera, Pero entre que ellos tenían que resolver algunas cuestiones del trabajo, que a Fabi y a Toñi les dio por limpiar a fondo la casa, y que David quería terminarse el libro, el tiempo pasaba y no salíamos de allí.
Le pedí dinero a Víctor para ir a darme una vuelta por el pueblo y tomarme un café, y Paco decidió acompañarme. Con unas cuantas indicaciones, y debido a que el pueblo no es muy grande, salimos a la aventura. Todo el mundo nos miraba, y aunque en un principio creíamos que era porque éramos forasteros, después comprendimos que el motivo no era otro que el las personas blancas no van andando a ninguna parte. Los blancos nos saludaban y los negros nos miraban sorprendidos. Tomamos café en una cafetería muy coqueta cerca de la estación de servicio, y deshaciendo el camino, llegamos de nuevo a la casa.
Como aún no habían terminado, decidimos seguir explorando el pueblo por nuestra cuenta. Es un pueblo muy tranquilo y dividido por zonas; una, donde viven los blancos, con unas casas enormes y jardines; otra, donde se encuentran las instalaciones deportivas y los colegios e institutos, la calle donde están los supermercados y demás comercios, y otra, mucho más pobre, donde viven las personas de color. No nos adentramos mucho, no por falta de seguridad, que no la hemos sentido en todo el viaje, sino más bien para respetar la intimidad de las otras personas. De nuevo volvimos a la casa, que por cierto está bastante bien y es espaciosa, y ya Víctor nos hizo un recorrido con el coche por todo el pueblo explicándonos todos los pormenores. A pesar de ser una localidad pequeña, en ella se pueden observar las diferencias reales que existen entre las persona por el color de su piel. Falta aún mucho para que termine la segregación racial. Y esto, para nosotros que ya estamos acostumbrados a la integración, es bastante duro e injusto.
Ya casi eran las once cuando salimos todos a desayunar. Lo hicimos en un restaurante-tienda muy bonito atendido por dos señoras blancas (cosa rara ver trabajar a los blancos en estos menesteres). Está justo enfrente de un colegio y un instituto, y como era la hora del recreo pudimos ver a todos los niños y adolescentes con su uniforme, tan guapos. En el instituto había algunos estudiantes negros, ( cuando utilizo esta palabra lo hago con todo el respeto del mundo), pero no es lo normal. Nos sentamos en una mesa del jardín porque la temperatura era muy agradable. Pedimos platos combinados para desayunar, y aquello más bien parecía un almuerzo, así que en vez de acompañarlo con un café, lo hicimos con cerveza. Ya estábamos todos de acuerdo que la mejor era la Black Label. Visitamos la tienda, que tenía cosas curiosísimas, y al final compramos dos mariposas muy baratas que eran preciosas.
Desde aquí, y ya que ni las mujeres ni David habían visto el pueblo, dimos otra vuelta con el coche y nos dirigimos al sitio más bello que hay por aquellos lares; Grappa Lake. El camino estaba lleno de viñedos que son la riqueza de esta zona y lo que da trabajo a mucha gente. Al ver la disposición de las viñas, le pregunte a Víctor el porqué, y me dijo que sirven para uvas pasas y que la producción de las mismas es enorme. ya que tienen riego del río Orange, uno de los más caudalosos del país. Llegamos al lago, que es artificial y está rodeado de césped. En él se realizan actividades deportivas; piraguas, kayac, y eskí acuático. Hay un restaurante precioso con mesas en el jardín, que es donde estos pasan los días festivos que no se van a la ciudad, y la persona que atendía el negocio, saludó a Víctor de forma efusiva. Nos saludó uno por uno con una sonrisa enorme. Ese día se celebraba una reunión en los salones, pero nos dijo que no había inconveniente en que estuviéramos allí. Nos tomamos unas cuantas cervezas disfrutando del lugar y del buen día que hacía.
De vuelta al pueblo paramos en un supermercado e hicimos la compra. El dueño y las dependientes saludaron a Víctor y a Aroa, y de paso a nosotros. ¡Qué simpático es todo el mundo!
Cuando eran las cuatro, llegamos a la casa y empezamos a preparar la barbacoa. Otra vez tocaba comer asado, que es lo mejor del país. La carne de ternera y la de cordero están muy tiernas y riquísimas. Casi terminamos de almorzar a las seis, así que no se sabe qué comida era, si almuerzo, merienda o cena. Oscurece prontísimo, y ya no salimos de la casa. Nos dedicamos a ver y comentar los cientos de fotos que llevábamos hechas, y más tarde un poco de fútbol, ya que jugaba el Madrid. Nos fuimos muy pronto a la cama porque al siguiente día tocaba madrugar mucho. Nos separaba una distancia de 1000 km. hasta knysna, ya en el Océano Índico.
KNYSNA Y LA GARDEN ROUTE
A las seis y media de la mañana, ya estábamos otra vez con el coche preparado dispuestos para atravesar toda la región del Cabo Norte hasta llegar a Knysna. Coincidimos con la salida de los compañeros de Víctor y Aroa al trabajo, que viven en la casa de al lado. Como nos dirigíamos hacia el sureste el amanecer duró más de una hora. Pasamos por Upington, que es la ciudad más grande de esta zona, y que está atravesada por el Río Orange, y tomamos la nacional diez.
Eran rectas interminables y de un paisaje semidesértico, salpicado de matorral bajo y de ganado aislado pastando. Todas las carreteras están valladas para que los animales, tanto domésticos como salvajes, no se crucen. Este era el verdadero peligro del viaje. No bajábamos de los 160 Km. por hora, ya que había rectas en las que la vista se perdía y apenas nos cruzábamos con ningún vehículo. Nuestros compañeros eran unos nidos enormes muy curiosos que colgaban de los postes de la luz, en los que vivían pájaros muy pequeños.
Solo se veían vacas, ovejas, avestruces y algún que otro suricato. Los kilómetros iban cayendo rapidísimo. Era fácil contarlos porque cada diez, aparecían zonas de descanso. En estas suele haber unas mesas redondas con taburetes y un árbol que te da sombra. No paramos en ninguna, pero eran un aliciente en el monótono recorrido.
David seguía leyendo. Ahora, en el libro electrónico de Víctor porque se había descargado la segunda parte de "Los juegos del hambre". Le dio tiempo a leérselo casi entero.
Después de casi cinco horas, paramos a repostar, a estirar las patas y a fumarnos un cigarro en Beaufort West, Mientras nos lo fumábamos, un chico joven se acercó a mí y me pidió algo. Yo creía que era un cigarro y le dije a David que le ofreciera uno, pero nos indicó con la cabeza que no, que lo que quería era comer. Al momento había cinco o seis personas pidiendo. Se me partió el alma, a todos se nos partió. Estábamos en la zona más pobre del país. y se notaba en todo.
La siguiente hora de viaje no se me iba la imagen de estas personas pidiendo por necesidad. ¡Cómo puede haber esa diferencia tan enorme en el reparto de la riqueza!
Poco a poco el paisaje y la fauna empezaban a cambiar. Los llanos se tornaban montañas, y empezaron a aparecer los monos en la carretera y las granjas de avestruces.
Íbamos por un cañón entre montañas, paralelos a un río, que en época de lluvias inunda la carretera. Menos mal que durante todo el viaje nos hizo buen tiempo y no llovió, porque si no, nos hubiera obligado a dar un rodeo de muchísimos kilómetros.
Tras recorrer los 18 km. del cañón, el paisaje cambió por completo y apareció el verde, y por tanto, la vida; miles de granjas de avestruces y campos cultivados. Ya eran las tres, y nuestra parada para el almuerzo estaba cerca. Entramos en la ciudad de Oudtshoorn. Aroa buscó por internet el restaurante mejor valorado por tripadvisor, y hacia allí que nos dirigimos. Faltaba poco para que cerrara, así que nos dimos prisa. Almorzamos en un jardín precioso, y ya que estábamos en la tierra de las avestruces, casi todos pedimos de esta carne. Es muy parecida a la ternera. Unos la pedimos asada y otros en una especie de estofado. Las mujeres pidieron otros platos, pero todos estaban riquísimos. Pedimos postres para compartir y café.
Cerca del coche había una tienda de artesanía y compramos algunos regalillos. Se notaba la riqueza por todas partes, y las casas eran verdaderos palacios.
Seguimos unos cuantos kilómetros por paisaje de montaña y en menos de una hora entrábamos en la ciudad de George, al lado del Índico. El tráfico aquí era intenso, pero ya no quedaba nada para llegar a nuestro destino; Knysna (se dice naisna), una ciudad al estilo de Marbella.
Casi oscureciendo llegamos a Thesens Island, que es una isla separada de la tierra por un puente, donde teníamos el alojamiento. Todo son chalés de lujo que dan al lago, y que tienen embarcadero y playas propias. Después de pasar un estricto control, seguimos a un vigilante que nos condujo hasta nuestro chalé. Todo era de lujo. ¡Ahora sí que parecíamos ricos de verdad!. Nos quedamos con la boca abierta. Distribuimos las habitaciones y colocamos todo lo que traíamos. Nos vestimos un poco mejor de lo habitual, y nos fuimos a la zona comercial y de restaurantes: Waterfront. Seguimos otra vez las recomendaciones de tripadvisor y entramos en un restaurante que estaba abarrotado. Conseguimos una mesa y empezamos a decidir la comida. Había cocina internacional, y como no nos poníamos de acuerdo alguien dijo de comer sushi. Había un japonés con una habilidad increíble preparándolo. Como ni Paco ni Toñi lo habían probado nunca, se pidió una bandeja enorme con todas las variedades. Primero, aprendimos a manejar los palillos entre risas, pero al final, cada uno se los comió como quiso. Estaban riquísimos y sobraron unos cuantos porque ya no podíamos más. El precio de la comida y la bebida, pese a estar en un lugar tan lujoso, no fue caro del todo. Bueno, según Víctor y Aroa, que han sido los que lo han pagado todo.
Otra vez el control para pasar a nuestro chalé, y casi sin perdernos, porque todo está lleno de canales y puentes, y todas las casa son iguales, llegamos. Nos sentamos en el salón y nos tomamos unas copas. El día había sido muy largo, así que, nos fuimos rápido a la cama.
Nos levantamos pronto solo por ver amanecer y cómo los primeros rayos del sol se reflejaban sobre el lago. Mientras todos desayunaban, Paco y yo nos dimos una vuelta por la isla. A la vuelta, Víctor me propuso que fuera con él a comprar y yo, encantado, acepté. Por fin estaba solo con mi hijo. Buscamos la zona comercial, e hicimos acopio de todo lo que faltaba. Fue un rato muy agradable, y cuando llegamos a la casa ya nos estaban esperando para la salida del día. Hoy íbamos a recorrer parte de la Garden Route. Solo por ver los paisajes merece la pena.
Después de unos kilómetros por unos paisajes de ensueño, llegamos a un parque natural: Cape Nature. Pagamos la entrada, y después de ver las vistas desde un mirador sobre el océano, escogimos una ruta de seis kilómetros que iba entre una exuberante vegetación y que subía hasta lo alto de la colina. De pronto notamos un olor muy desagradable que provenía de una colonia de leones marinos. ¡Cómo pueden ser tan pestosos!
Seguimos por un sendero muy bien señalizado que en cada revuelta te llevaba a un mirador aún más espectacular que el anterior. Hicimos cumbre por unas escaleras naturales que nos hicieron sudar de lo lindo, y después de admirar las increíbles vistas sobre el Índico, iniciamos el descenso por un terreno arenoso que de pronto se convertía en dunas. David, Víctor y Aroa echaron una carrera a ver quién llegaba antes hasta la playa; casi se matan. Fue David el ganador, y para celebrarlo se tiró de panza a la arena, y le entró hasta en los huevos.
Yo iba delante, y un grupo de jóvenes me pidió que les hiciera unas fotos, y me explicaron cómo funcionaba la máquina en inglés. Yo les estaba diciendo que sonrieran en dicho idioma, cuando escuché palabras en español. Entonces les dije:" Si vosotros sois españoles y yo soy español, ¡qué pollas hacemos hablando en inglés!" Nos reímos mucho y ellos nos hicieron una foto de grupo también a nosotros. Como no estábamos muy cansados, hicimos otra ruta pequeña, que subiendo un montón de escaleras te llevaba a lo alto de otro cerro; mereció la pena el esfuerzo porque las vistas eran maravillosas.
Una vez remontados los acantilados, aparecía de nuevo el sendero que te llevaba de vuelta a los aparcamientos. Nos sentamos en unas mesas con mirador sobre el océano. Sacamos unas cervezas y algo de picoteo, y fuimos la envidia de todos los que por allí pasaban.
Había que decidir si nos llegábamos a hacer puenting, y como David estaba dispuesto a saltar, nos acercamos hasta allí. Estaba a cincuenta kilómetros del cabo. Este era el momento que yo durante todo el viaje estaba deseando evitar, y más cuando vi el puente, con una caída de más de doscientos metros. De hecho está considerado el puente más alto del mundo desde donde se practicar este deporte de riesgo.
Entramos en la zona donde se paga la actividad y desde donde se puede contemplar cómo salta la gente. Y no solo David no se arrepintió, sino que Paco decidió saltar también. Les pusieron los arnés, y cuando había un grupo formado, se los llevaron por una pasarela que daba acceso a la zona de saltos. La actividad no es barata; más de sesenta euros, y si querías verlos de cerca y acompañarlos, también te cobraban.
Ya se los llevaron, y solo los veíamos desde lejos desde uno de los miradores. Nos compramos unas cervezas y fuimos a pasar miedo. Yo tenía que haber grabado el salto de David, pero con los nervios que tenía, no sé ni lo que hice. Por dentro rezaba y esperaba el momento en que iban a recogerlo y subirlo de nuevo arriba. Todo fue rápido, y pude respirar tranquilo. Los esperamos en la salida con una cerveza que se bebieron casi al tirón.
Había puestos de artesanía, y a Fabi le gustó un mapa de África de ébano. Víctor decía que había que regatear, así que se puso manos a la obra. Se tiró más de media hora regateando. Le decía de todo al simpático negro. ( Si hay algo con lo que me he quedado alucinado, ha sido con la rapidez que tanto Víctor y Aroa han aprendido a hablar inglés. Víctor dice que ha sido por la necesidad, pero es que tienen una fluidez y una comprensión increíbles) Al final, por un poco más de la mitad de lo que pedían, les sacó el mapa, un suricato y un peine de regalo. Víctor decía que se lo podría haber sacado por menos, pero es que ya era tarde, y todos estábamos deseando irnos.
Eran casi las cinco cuando llegamos a Knysna, y entramos en una pescadería que ya estaba recogiendo. Preguntamos por pescado fresco, y nos mandaron a una zona de mercado. Entraron Paco y Víctor, y aparecieron con dos pescados de casi un metro cada uno, y una docena de ostras. Nunca los habíamos visto, pero les dijeron que eran exquisitos para hacerlos a la brasa.
Nada más llegar, empezó la operación barbacoa. Ya había oscurecido, y justo cuando los pescados estaban asándose, se fue la luz. Tuvimos que sacar todas las velas de la casa al jardín, y fue una cena muy romántica a la luz de un candelabro enorme. Habíamos comprado quesos, porque yo soy muy especial para el pescado, y cortamos unas tablas. Todos se reían de mí porque había escogido un queso rojo intenso, pero era el que más rico estaba. El pescado estaba buenísimo. Yo le temía a las espinas, pero al ser tan grandes, no hubo ningún problema. No pudimos acabar con todo. Aún de postre, quedaban las ostras, pero no había cojones de abrirlas. David lo consiguió, pero en la segunda se cortó y formó un reguero de sangre por toda la casa. Al final les cogimos el truquillo, pero casi nadie comió. Solo Aroa y su padre.
Con el tema de las comidas me acordé del chiste de la sardina cruda y lo conté. Como se reían tanto, encadené una serie de chistes de camareros que personalizaba. Y de los chistes que no me acordaba, Víctor me los empezaba. Fue una cena a oscuras muy divertida.
De pronto vino la luz, y fui a entrar al servicio y entré por la puerta que estaba cerrada. Me estampé contra el cristal, y estos en vez de preocuparse por si me había ocurrido algo, rompieron a reír. A Víctor le dio un ataque de risa que duró más de media hora; nunca había visto reír tanto a mi hijo. Hasta le salieron agujetas en la barriga. Como su risa es muy contagiosa, nadie podía parar, y hasta yo me reía de mí mismo. Recogimos, y pasamos al salón a ver la final del torneo que jugaba el Madrid contra el Bayern.
Casi todos se estaban durmiendo, así que una vez finalizado el partido, nos fuimos a la cama. Tocaba diana a las siete, porque a las ocho teníamos que estar de nuevo en la carretera.
AVISTANDO BALLENAS EN HERMANUS
Fabi y yo estábamos preparados desde las siete, y estábamos viendo el amanecer cuando apareció Víctor y nos dijo que teníamos un problema grave. Lo dijo con tranquilidad, pero yo sé que la procesión iba por dentro. Había hecho mal los cálculos (yo no me lo creía) y tardábamos cinco horas en llegar a Hermanus, en vez de cuatro, como él había previsto. La reserva del barco la teníamos para las doce de la mañana. A la carrera, empezamos a recogerlo todo, a despertar a David, a meter las cosas en el coche, pero por más rápido que lo hicimos no pudimos salir hasta las ocho. Teníamos que recuperar una hora en la carretera.
Ahí sí que hubo momentos que temía por nuestra seguridad, sobre todo en algunos adelantamientos. Todos íbamos pendientes del gps y empezábamos a ganar algunos minutos, pero cada vez que los ganábamos nos encontrábamos dificultades con el tráfico. Hoy sí que no se le hacían caso a los límites de velocidad ni a los controles. El paisaje era asombroso, pero todos íbamos pendientes de si se podía adelantar.
Embarcamos los últimos, a las doce y dos minutos, y ya todos respiramos tranquilos, sobre todo,Víctor. Nada más entrar en el barco fuimos al servicio; habían sido cuatro horas sin parar y en estado de nervios. El océano no estaba muy alterado, aunque de vez en cuando venían olas grandes . Íbamos apoyados en las barandillas de estribor, ya que todos los sitios estaban ocupados, y yo tenía que estar regañándoles a estos continuamente porque se soltaban.
Después de media hora de navegación, el barco aminoró la marcha y casi nos dejábamos llevar por las olas. A lo lejos se vio la cola de una ballena, pero apenas era perceptible. La guía nos iba indicando hacia dónde teníamos que mirar. Ya el barco casi estaba detenido, y nos permitieron acercarnos a la proa. Yo empujado por todos, de pronto me vi sentado con las patas colgando hacia el agua en la parte más privilegiada del barco.
Vi que Fabi no estaba, así que fui a buscarla temiéndome lo peor. No paraba de vomitar y estaba pálida. Me senté con ella cerca de los servicios tranquilizándola, pero no paró de vomitar.
Se escuchó mucho murmullo fuera, así que salí a ver lo que ocurría. A dos metros estaba la pareja de ballenas entrando y saliendo del agua. Cuando respiraban se escuchaba como una aspiradora de fuerte. Ya se fueron alejando y continuamos hasta ver otra. Yo ya estaba desando de que el barco reemprendiera la marcha. Cuando escuché los motores rugir, me alegré. Salió entonces un empleado con patatas y refrescos. Me ofreció, y yo le dije que no quería, pero él insistió y al preguntarle que cuánto costaba, me dijo que era gratis. Ya aparecieron mis hijos a interesarse por su madre y siguieron riéndose de mí. Había una familia madrileña que nos preguntó lo que hacíamos allí, y al decirle que estos trabajaban de ingenieros en Sudáfrica, interrogaron a Víctor, que amablemente les dio todo tipo de información sobre el trabajo en el país. El hijo mayor del matrimonio también era ingeniero, de ahí el interés. Después de cuarenta minutos llegamos otra vez al puerto, y cuando bajamos del barco me temblaban las patas. A Fabi empezó a volverle el color y ya podía hablar.
Haciendo otra vez caso a tripadvisor nos sentamos en un restaurante con unas vistas magníficas al mar. La comida fue fabulosa, pero el precio excesivo. Hasta ahora en todos los restaurantes habíamos salido por una media de catorce o quince euros por persona, sin embargo aquí fueron más de veinte.
Antes de irnos, desde la playa se vio una ballena, pero estaba lejísimos, igual se estaba despidiendo de nosotros. Aún nos faltaban dos horas para llegar a Ciudad de Cabo, que era donde íbamos a pasar nuestros últimos días de viaje.
CIUDAD DEL CABO , THE BOULDERS PENGUIN COLONY Y LAS BODEGAS DE STELLENBOSH
Unos kilómetros antes de llegar a la ciudad, ya sabes que se encuentra cerca porque empiezan los poblados de chabolas. Hay uno que podría ser como una ciudad de grande, y al estar cerca de la autovía, está cercado. También ves otros poblados pero esta vez de unas viviendas muy pequeñas de protección oficial. La idea es que desaparezcan las chabolas y que todo el mundo viva en una vivienda digna, pero aún faltan muchos años para esto. El contraste entre las viviendas de los blancos y las de los negros es infinito. Mientras unos disponen de todo, al nivel de las mejores ciudades europeas, los otros vive casi en la miseria. Ahora eso sí, con mucha dignidad y siempre con una sonrisa en la cara.
A las seis, cuando ya casi se estaba poniendo el sol, llegamos al hotel que acertadamente había escogido. Por fuera no dejaba de ser un hotel más, pero cuando llegamos a nuestros apartamentos te quedabas sin respiración. Teníamos dos apartamentos; en uno dormían Víctor y Aroa junto a los padres de ella, y en el otro, nosotros con David.
Eran enormes, mucho más grande que el que tengo en Torre del Mar y totalmente equipados; no les faltaba ningún detalle. Pero lo mejor, era una terraza enorme con vistas al Océano Atlántico. Te tirabas las horas muertas mirando al mar, que apenas estaba a veinte metros, escuchando unas olas interminables que te acompañaban mientras dormías. Era la hora del ocaso y nos quedamos embobados viendo como el sol se ahogaba en el océano.
Esa noche cenamos en mi apartamento, aunque hubiera habido cuatro personas más, habría sobrado espacio. La cena fue a base de picoteo y unas salchichas que nos habían acompañado desde el primer día; casi eran como de la familia y daba apuro comérselas. Después de la cena, nos sentamos en la terraza con un cubata, y estuvimos disfrutando del mar.
Dejamos los ventanales con las cortinas sin correr para ver amanecer desde la cama; otra vez la boca abierta.
Después de desayunar todos juntos, y dar un paseo por la playa, fuimos en busca del coche y tomamos dirección Ciudad de Cabo. Apenas nos separaban quince minutos del centro de la ciudad. En un principio, yo quería que tomáramos el bus turístico para que Víctor descansara de conducir, pero me convenció de que no merecía la pena, y otra vez tuvo razón. Ellos hicieron de guía, y, al ser sábado, no había mucho tráfico y aparcamientos libres por todas partes. Ciudad del Cabo es una ciudad moderna, nueva y diseñada perfectamente. Por un lado se ve el océano y por el otro la Table Mountain (una de las maravillas naturales del mundo). Se trata de una montaña de unos mil metros de altitud que tiene una llanura en la cima, por eso lo de mesa de la montaña de la mesa.
El primer lugar donde dejamos el coche fue en Green Point, la zona deportiva de la ciudad. Aquí se encuentra el famoso estadio, los campos de atletismo, pistas polideportivas, hípica, campos de criket, campos de golf y un paseo paralelo al mar que se extiende más de tres kilómetros con extensas zonas de césped donde se concentran miles de personas haciendo deporte. Con solo rodear el estadio y visitar las instalaciones deportivas, se te va media mañana. Hacía un día muy agradable, así que disfrutamos del paseo.
La siguiente parada fue la colina que divide a la ciudad en dos: Signal Hill. Para acceder hasta ella hay que seguir todo el paseo y pasar por Camps Bay, que es la zona residencial de las personas más ricas del país. Son viviendas de lujo colgadas sobre la ladera y con unas vistas impresionantes sobre el océano. Ya en continua subida, y por una carretera estrecha, sorteando ciclistas, y con muchas curvas, se llega has la cima de la colina. Las vistas desde allí, son increíbles; se divisa toda la ciudad y la inmensidad del océano. Teníamos pensado subir en el telecabina hasta la Table Mountain, pero entre que las vista iban a ser muy parecidas a las que teníamos desde aquí y a que estaba nublado en la cima, lo dejamos. Estuvimos viendo cómo se tiraban en parapente, actividad que ya habían hecho Víctor y Aroa, y echando cientos de fotos.
Bajamos por la otra parte de la colina, y como ya se acercaba la hora del almuerzo, nos fuimos directos al Waterfront. Se trata de una ciudad casi, pero comercial, que está situada en el puerto deportivo. Es como un centro comercial gigante, pero al aire libre. Cientos de restaurantes, plazas con espectáculos repletas de gente, tiendas exclusivas, terrazas, una noria, un auditorio y todo tipo de actividades marítimas. Al ser sábado, aquello era un hervidero.
Para almorzar, tiramos de refranero:"¿Dónde va Vicente? Donde va la gente". Y entramos en uno de los restaurantes cerca del puerto que estaba abarrotado. Pedimos mesa, y en nada nos la dieron. Los propios camareros se acercan a la puerta en cuanto tiene una mesa libre y te acompañan hasta tu sitio. Se presentan, y ya son los que te atenderán, con esa simpatía que les caracteriza, durante toda la comida; no paran de interesarse por cómo va todo y que no te falte de nada. Pedimos hamburguesas de una ternera buenísima con patatas, pescado y para picar higadillos de pollo en una salsa picante. De beber hoy decidimos probar la cerveza Black Label, pero de barril. Nos pedimos jarras de medio litro y llenamos un par de veces;¡qué cosa más rica! A pesar de estar almorzando en una terraza del puerto, y en uno de los lugares de más lujo de Ciudad del Cabo, el precio no fue excesivo.
Recogimos el coche del aparcamiento y nos fuimos el centro. Al ser una ciudad tan moderna, tampoco es que hubiera mucho que visitar. Tomamos café en una terraza, y dimos una vuelta por una calle con casas típicas coloniales que se han convertido en pubs de copas.
Ya estaba cayendo la tarde, así que nos fuimos a disfrutar de la puesta de sol desde la terraza del apartamento. Además, ese día jugaba Sudáfrica contra Argentina al rugby, el deporte nacional, y nosotros no íbamos a ser menos y perdernos el partido.
Otra puesta de sol de postal y paseo por la playa. Empezaba a hacer fresquito, así que nos fuimos al apartamento a ver el rugby. Jamás Argentina había ganado un partido contra Sudáfrica; pues ese día lo hizo. Víctor que ya es muy aficionado a este deporte nos estuvo explicando las reglas y no se podía creer que estuvieran jugando tan mal hoy. Nosotros íbamos con Sudáfrica, así que nos cabreamos y todo.
Preparamos la cena a base de pizzas y ensalada en el otro apartamento, y después de un cubatilla en la terraza, nos fuimos a la cama a las diez, que allí es como si fuera media noche.
Otra vez me desperté con las primeras claras del día, y me senté en la terraza a ver cómo amanecía. Los dos días había alguna personas de color removiendo la arena en busca de algo, y los surfistas empezaban a adentrarse en el mar.
Después de desayunar dimos un paseo por la playa los tres, e hicimos algunas fotos más. Ya subimos a llamar a éstos, pero ya estaban preparados esperándonos, y a las nueve estábamos otra vez montados en el coche. El primer destino de hoy era Simon´s Town; la ciudad de los pingüinos.
Fue un viaje de dos horas que ni notamos, ya que íbamos por la zona de los acantilados, con las vistas más espectaculares de todo el viaje. No paramos de hacer fotos, de comentar la belleza del paisaje, las calas de arena blanca, la fuerza del océano, alguna que otra foca ... Un recorrido precioso e imprescindible, aunque haya que pagar un peaje por recorrerlo.
A las once ya estábamos en la ciudad, donde se encuentra una base naval y su máximo atractivo; los pingüinos.
Fuimos directos al aparcamiento de Boulders Penguin Colony, e iniciamos un paseo muy agradable entre mucha vegetación por un camino de tablas madera. Nada más comenzar, aparecieron los primeros pingüinos, unos animales graciosísimos que no se asustan de la gente, escondidos entre los matorrales. Vimos cientos, y de todos los tamaños. Era época de cría, por tanto había muchos metidos en unos nidos específicos para ello.
Volvimos a la entrada y fuimos a una zona de puestos de artesanía muy curiosa que había allí cerca. De pronto, de una furgoneta se bajaron ocho niñas con apenas ropa, con el frío que hacía, y montaron un espectáculo de música y danza precioso. Era el último día, y yo quería traerme de recuerdo de África una pulsera de pelos de cola de elefante, y en una de las tiendas la encontré a un buen precio.
Fuimos a recoger la nevera y los bocadillos que habíamos preparado para comer hoy, y nos fuimos a la zona de la playa reservada para este fin. Era una cala preciosa con unas rocas redondeadas, en la que aparecían pingüinos de vez en cuando. Sacamos las cervezas y dimos buena cuenta de los bocadillos. Todo el mundo nos miraba, y creíamos que era de envidia de estar tomando esas cervezas tan fresquitas. Después comprobamos que era porque estaba prohibido tomar alcohol en estos espacios. Sigo sin entender esta prohibición, de verdad que tienen que ser bárbaros cuando beben, pero más que prohibirlo, lo que tenían que hacer era educarlos para que cuando beban no cometan barbaridades; curioso.
Dimos un paseo descalzos por la playa e intentamos por unas rocas meternos en otra cala, pero era muy arriesgado.
Nos despedimos de los pingüinos y tomamos una nueva ruta, esta vez para ver las famosas bodegas de la región.
En esta parte sí que había unas playas extensas de arena blanca, mucho surfero y pescadores. Fueron unos kilómetros muy entretenidos entre las dunas y el mar. En la carretera vimos un puesto de pescado recién sacado del mar; eran atunes y tenían un tamaño considerable. Ahora se entendía que hubiera tanto pescador de caña.
De pronto fue cambiando el paisaje y había más vegetación, sobre todo la flor del pato. Dieron ganas de parar y hacer un ramo; había millones. Más adelante vimos algunos coches parados que estaban cortando patos.
Se empezaban a ver los primeros viñedos. Todos estaban puestos en espaldera, que facilita la vendimia, y carteles indicativos de bodegas. Nosotros fuimos hasta la ciudad de Stellenbosh, que se ha puesto de moda como lugar idílico para los recién casados. Es una ciudad muy limpia, cuidada y con unas viviendas preciosas. Atravesamos la ciudad buscando una oficina de turismo, pero no la encontramos, Despacio con el coche, hicimos una ruta por toda la ciudad y ya nos fuimos a una bodega que habíamos visto en la carretera que estaba atestada de coches.
Queríamos hacer una cata de vinos y entramos, un lugar precioso, pero nos dijeron que habría que esperar más de media hora, ya que todo estaba lleno. En la parte exterior tenían un parque con un lago y muchas mesas para hacer picnic. La gente compra el vino en la bodega, a un precio económico, y se van allí a pasar el día. Nosotros ya habíamos almorzado, así que dimos una vuelta y nos fuimos a otra bodega cercana.
Hay cientos de bodegas en esta zona. Esta, no era tan bonita, aunque tenía un parque zoológico donde poder ver animales. pero al menos había mesas libres. Pagamos dos euros y medio por cabeza y te traen la carta de los vinos y copas. Puedes elegir cinco, y cada cierto tiempo viene el camarero a preguntarte si ya has escogido. Tomamos uno espumoso, uno blanco, y tres tintos. ¡Buen vino! La fama de la zona es merecida.
A las cuatro y media tomamos la carretera rumbo a Ciudad del Cabo. Cerca del hotel repostamos y compramos algunas cosillas para la cena. Hoy tocaba rematar todos los víveres.
Dimos nuestro último paseo por la playa viendo el atardecer, y nos subimos al apartamento. Ya se empezaba a notar la tristeza en el ambiente. Vimos todas las fotos del viaje comentándolas, cenamos y nos fuimos a la cama pronto porque nos teníamos que levantar a las cinco de la mañana. Preparamos el equipaje, nos acostamos y no había manera de dormir. así que nos dedicamos a hablar sobre el viaje, sobre nuestros hijos, hasta que el cansancio pudo con nosotros.
LA DESPEDIDA
Habíamos quedado a las seis, pero quince minutos antes ya estábamos todos preparados. Apenas hablaba nadie, como autómatas llevamos el equipaje al coche, y salimos dirección al aeropuerto, al que llegamos en treinta minutos. Aún faltaba mucho tiempo para el vuelo, así que fuimos a desayunar a la cafetería. Nadie tenía ganas de nada, apenas un café. Facturamos las maletas, y nos acercamos al control de policía; empezaban a asomar las lágrimas. Había llegado la fatídica hora.
Nos abrazamos, nos besamos y con los ojos empañados, nos dijimos adiós. Una vez pasado el control, los vimos por última vez. Ya solo quedaba el vacío, el silencio, que no se rompería hasta horas más tarde. Con un nudo en la garganta y los ojos vidriosos nos fuimos a la puerta de embarque como almas en pena.
Nos esperaban casi cuarenta horas, entre aviones, escalas, metros, autobús y coche antes de volver de nuevo a casa. Aunque muy largo, el viaje de vuelta no tuvo ningún contratiempo.
CONCLUSIÓN
Sin lugar a dudas ha sido el viaje de nuestra vida. Una experiencia inolvidable, en donde aparte de estar en todo momento con ellos, hemos conocido un país lleno de contrastes. Contraste entre el clima, entre los paisajes, entre la fauna, entre la vegetación, entre las diferencias sociales de los blancos y los negros, entre el norte y el sur del país, contraste del reparto de la riqueza. Es como si en Sudáfrica hubiese cinco o seis países distintos.
Han sido casi cinco mil kilómetros en coche, más de cincuenta horas de compartir el mismo habitáculo, así que nos ha dado tiempo de hablar de todo, de mirarnos, de reír, de disfrutar de la compañía después de ocho meses sin tenerlos cerca.
Sé que lo que voy a escribir ahora no les va a gustar a mis hijos, pero me da igual, porque éste es mi diario.
Tengo que agradecer a Victor y a Aroa el esfuerzo tanto personal como económico que han hecho para que este viaje fuera una realidad. Todo ha sido genial, y esto solo ha podido ocurrir por ser tan buenos anfitriones, tener tan bien preparado el viaje, por su cordialidad, su hospitalidad, su amabilidad, y el cariño que han demostrado en todo momento. Solo siento que ahora tendrán que recuperar todo el trabajo que no han podido realizar y que tienen pendiente por haber estado con nosotros. Gracias, Víctor, gracias, Aroa; ¡sois excepcionales!
También tengo que agradecerle a David su saber estar, su comprensión, su complicidad, su bondad, su forma de ser en general; sigue siendo un compañero ideal de viaje.
Ha sido un viaje perfecto, y cada etapa ha tenido su encanto, pero si tuviera que elegir algo, me quedo con el safari, porque ha sido algo increíble poder convivir con los animales en su entorno. Y por supuesto, la satisfacción de haber estado todos juntos durante once días.
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